DÍA 70 – Fernando Negro

Comenzamos con esta experiencia: “El divorcio de mis padres concluyó el fin de semana que me gradué en la universidad. Traté de pasar la siguiente década de mi vida tratando de comprender lo que había perdido, y sintiendo como si tuviera que comenzar cada encuentro personal con un descargo de responsabilidades: estoy herida, estoy destruida, no puedo más. Gradualmente descubrí mi verdadera identidad  a través de las enseñanzas de la Iglesia Católica y el amor de Dios, que generosamente Él me compartió a través de otros. Aprendí que después de todo no son mis heridas las que me definen, sino el amor.”[1]

Todos hemos sido heridos. Posiblemente todos hemos herido a otros. Es parte de la dinámica del encuentro personal que, tarde o temprano, se ve salpicado por los conflictos.

En todo conflicto hay siempre un aspecto doloroso que debemos confrontar con el bálsamo de la comprensión. La huida del conflicto, en lugar de solucionarlo, lo que hace es aumentarlo y hacer que las heridas sean cada vez mayores. Tan grande pueden llegar a ser que podemos llegar a percibir que soy lo que las heridas me dictan: una mala persona, alguien rechazado, basura abandonada en un rincón del universo, etc.

Sólo el “des-centramiento” de nosotros mismos y la experiencia de ser amados sin ningún mérito personal, solamente por lo que somos, nos devuelve la alegría de ser lo que de verdad somos y, más importante aún, de lo que podemos y estamos llamados a ser.

Hoy asistimos a la elaboración ambiental, en nuestra sociedad postmoderna, de una mal llamada “terapia del silencio”. Según esta terapia, el silencio acerca de problemas, conflictos, etc. elimina el dolor y sana las heridas en el transcurso del tiempo. Pero eso es una quimera, una actitud cobarde ante la vida, pues nos repliega sobre nosotros mismos y nos lleva a aumentar la herida y el dolor que ella produce por efecto de la imaginación que se vuelve enfermiza.

Sólo la seguridad de saberse amado incondicionalmente, y de dar ese amor a los demás, nos lleva a la vida plena.

Alguien puede objetar con toda razón: ‘yo no he sido amado lo que de verdad hubiera necesitado’. Es una objeción justa si partimos de la convicción de que el amor no es teoría sino una experiencia. Sin embargo tenemos una convicción aún más profunda: ‘la decisión continuada y persistente produce amor’. Juan de la Cruz lo decía de forma poética: “Allí donde no hay amor pon amor y encontrarás amor”.

[1] Revista COLUMBIA de los Caballeros de Colón, Agosto 2014. Artículo de Shaina Tanguay-Colucci, “Curar las Heridas”.

“Un sacerdote predicaba a una asamblea. Era domingo. La lectura del evangelio hablaba de la invitación de Jesús a estar reconciliados con todos antes de venir a la Iglesia para ofrecer un sacrificio. El sacerdote, con voz segura y firme decía: “Hay que perdonar hoy porque mañana puede ser tarde”. Mientras repetía con todo el énfasis eso de “hoy, hoy”, vio que uno de los feligreses, conocido suyo y que frecuentaba cada domingo la Eucaristía, dejó su asiento y sin hacer siquiera la genuflexión, salió de la Iglesia avanzando por el pasillo desde los primeros bancos hasta la puerta.  El sacerdote quedó perplejo, pensando qué podría haber dicho que molestara a este hombre. Al día siguiente decidió llamarle personalmente y preguntarle acerca de lo ocurrido. Entonces el feligrés, llamado Francisco, le dijo: “Lo que ocurrió fue que cuando usted gritaba con fuerza aquello de “hoy, porque mañana puede ser tarde”, me vino a la mente un hermano mío con quien he estado enemistado desde hace 15 años a causa de un conflicto. Así que decidí salir de la Iglesia, me acerqué a la primera cabina telefónica, hablé con él y quedé en viajar aquella misma tarde 200 Kms para vernos. Cenamos juntos, hablamos de nuestras cosas y hoy me siento feliz. Nos hemos reconciliado”.