DÍA 68 – Fernando Negro

Alguien escribió este texto: “He vivido siempre buscando la perfección en mí y en los demás. Jamás lo he logrado, a pesar de los esfuerzos realizados. Al querer ser yo perfecto, sólo consigo estar disgustado conmigo mismo. Al buscar la perfección en otros, creyendo que es por su bien, sólo logro que se vuelvan contra mí, ya que no aceptan críticas. Y cuando lo hago me creo que es por su bien que lo hago, pero es muy posible que l0 haga por mi propia comodidad en mis relaciones con los otros.”

“No he aprendido todavía a vivir con las imperfecciones y limitaciones que habitan dentro de mí y en los demás. Señor, dame claridad de pensamiento para comprender esto, tenerlo siempre presente en mi vida, para no exigirme a mí mismo ni al resto del mundo perfección; porque sólo Tú, Señor, eres perfecto.”[1]

El perfeccionismo es la trampa de los inseguros que viven intranquilos por experimentarse a sí mismos y al resto de las personas y de las circunstancias, desde el ángulo de lo finito, limitado, inacabado, imperfecto.

Desafortunadamente la moral cristiana ha hecho mucho daño al inyectar en el corazón humano la perfección como categoría moral, requerimiento esencial para ser amado por el Dios Perfecto, que pide perfección.

Pero la perfección no es un estado, sino una tarea. No es una obsesión, sino una meta que coincide con el proceso mismo de crecer.

Cuando Jesús habla de que debemos ser perfectos, lo hace en el contexto de la misericordia y la bondad del Dios Bueno que hace bajar la lluvia y los rayos del sol sobre todos, buenos y malos. Por tanto, el concepto de perfección no es tanto moral, cuanto de actitud esencial por la que llegamos a armonizar y unir los contrarios por medio de la bondad.

Muchos problemas de ira, resentimiento, incapacidad de perdonar, etc., provienen del pensamiento irracional según el cual solamente es digno de ser amado lo que es perfecto y cabalmente acabado. Obviamente semejante concepción se chocará persistentemente contra la realidad evidente de la imperfección.

Por eso deberemos aprender a gozar de la vida tal y como es, anclados en cada momento, viviendo la rutina con grados elevados de capacidad de soñar, disfrutando de las cosas sencillas, de la amistad, de la alegría de vivir simplemente porque estamos vivos y podemos seguir caminando abiertos a la esperanza.

Los perfeccionistas deben tomarse en serio las palabras del Maestro que nos invita a ser sencillos, espontáneos y confiados, como niños en brazos de sus padres y madres. En definitiva, hemos de identificar el perfeccionismo como idolatría que nos impide adorar al Dios Vivo que nos ama no porque seamos perfectos, sino porque somos sus hijos. Es su amor, persistentemente ofrecido y permanentemente recibido, el que de verdad nos va acercando a la perfección.

[1] Memo de Goerge Busse, 1975.

“Un discípulo se dirigió al Abba Josafat: Padre, yo acostumbro a ayunar, rezo y medito frecuentemente, intento vivir en paz con los demás, trabajo para purificar mi pensamiento, ahora dime, ¿qué más puedo hacer? Entonces Josafat se puso en pie, levantó sus manos al cielo y sus dedos se convirtieron en diez llamas y dijo: ‘Si tú quieres, puedes prenderte fuego’”

“Dios no es un concepto filosófico, ni una idea teórica, ni un sistema de pensamiento. Dios no es esa fuerza cuasi-mágica a la que puedo domesticar a mi capricho. Dios es ante todo una experiencia vital que remueve en mí todo mi ser transformando mi humanidad en su luz. Es el fuego incandescente por el que prendemos fuego a nuestro ser, matamos lo que es hojarasca, y resurgimos como criaturas nuevas, como el ave Fénix que renace de sus cenizas.”