DÍA 67 – Fernando Negro

Desde un abismo te invoco,

Desde el acantilado de mi soledad.

Busco en la noche tu luz

Y no diviso más que las tinieblas.

Mis certezas parecen árboles

Escondidos entre la niebla.

No sé adónde encontrar refugio

Cuando todo a mi alrededor

Parece tambalearse al ritmo de un terremoto.

Quisiera incluso maldecir mi persona.

Pero desde dentro me visita un susurro

De ángeles que se pasean por doquier

Y dejan escrito el mensaje

De que ya todo está bien,

Aunque mi impertinencia

Se empeñe en negarlo.

Un armonía invisible flota

Anunciando la paz en mi cacofonía

Y en mi desorden fragmentado.

¡Ven y sálvame, Dios mío,

Y tiéndeme tu mano!

Que yo me acerque a tu altar,

Al altar de tu señorío,

Al altar del Dios vivo

Que alegra y renueva mi juventud.

Acepta el sacrificio de mi densa noche

Y abraza con tu ternura

El regalo total de mi alma desnuda.

Al leer y releer este poema-oración, pensemos en la realidad que expresan esas palabras. Porque antes o después, tarde o temprano, todos pasamos por ciertas pruebas y crisis a través de las cuales nuestras certezas se desvanecen, y las dudas se posan sobre el horizonte de nuestra esperanza.

En momentos así debemos redoblar, a base de voluntad activada por la fe, el deseo que en el pasado dio sentido a nuestra vida. Crecer no es dejar de sufrir, sino darle sentido al sufrimiento, tomarlo como la materia prima con la que ayudamos a Dios a hacer de nosotros la obra de arte que Él soñó que podemos ser desde la creación del mundo.[1]

Para salir del atolladero hay que nombrar el dolor, la crisis, sus causas, las dudas, las razones que tengo para seguir creyendo y esperando, y las certezas que en otro tiempo alimentaron mis ganas de vivir. Todo esto es parte de nuestra experiencia existencial con la que ayudamos a Dios a desarrollar en nosotros y a través nuestro lo que de Él recibimos en cada momento de nuestra vida. Solamente así seremos de verdad personas bien integradas, totalmente humanas y totalmente ‘divinas’.

[1] Cfr. Ef. 2, 10

“La filosofía griega estaba guiada por el mito del “ciclo de eterno retorno” por el que todo, en la naturaleza y la historia humana y personal, está sometido a la repetición. Sorpresivamente también el Qohelet parece hablar en esos términos: “nada hay nuevo bajo el sol… lo que fue eso será, lo que se hizo, se hará. Nada nuevo hay bajo el sol.” (1, 9) Pero este autor quiere decirnos que no nos sometamos a un fatalismo que nos lleve a la pasividad, sino que confiemos en el Dios que es el único que nos sacará de esa rutina fatalista: “Basta ya de palabras. Todo está dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal. Porque toda obra la emplazará Dios a juicio, también todo lo oculto, a ver si es bueno o malo.” (12, 13)

Contrariamente al Dios fatalista de los griegos y de muchos pueblos paganos, el Dios de la Biblia revelado en Jesucristo es el Dios de las sorpresas, no de las repeticiones pasivas, fatalistas y rutinarias. Siempre manifiesta un más allá, un horizonte nuevo, un nuevo nivel de conocimiento, de capacidad de amar y de generosa entrega.

Jesús nos presenta a un Dios Padre de todos que nos anima a estar siempre confiados en su Providencia.[1] El Dios de Jesucristo da respuesta al deseo humano, enraizado en el corazón, de vencer el mal. De hecho ya ha sido vencido en nuestro Bautismo.[2] El Dios de Jesucristo da respuesta a ese deseo humano de vencer a la misma muerte, y ya la hemos vencido.” [3]

[1] Mc 6,25; Lc 12, 22-34

[2] Rm 6, 11

[3] Rm 6, 4