El largo camino de la libertad interior necesita de un valor enorme para saber estar a solas con uno mismo, con el ser interior donde se procesan la verdad, la belleza y la bondad que constantemente bullen y claman salir al intemperie de la vida.
La libertad interior requiere de un entrenamiento a prueba de noches oscuras en las que aprendemos a domesticar el silencio y la soledad para hacerlas amigas nuestras, especialmente cuando somos víctimas rechazadas, usadas o incomprendidas.
Es la soledad el laboratorio para procesar nuestro crecimiento personal. Aprender a estar solo cuando hay que defender la verdad, o cuando hay que darle voz y vida a quien no la tiene o se la arrebataron, es el grado más noble de nuestro ser personas únicas e irrepetibles.
Es el caso del teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) que bajo el régimen nazi aprendió el arte de la soledad en medio de una sociedad cegada por un líder nefasto que llevó a Alemania a la más absurda de las ideologías que pretendía crear una soberanía mesiánica, basada en la supremacía de la raza aria. Encarcelado y finalmente ejecutado en la horca, tuvo en la cárcel la fuerza para escribir cartas y poemas que han quedado como legado de su valentía ante la soledad sonora de una ‘presencia’ –Dios- que la llenaba de un susurro de paz y armonía interior. He aquí este poema que habla de su experiencia:
¿Quién soy?
–me preguntan a menudo–,
que salgo de mi celda,
sereno, risueño y firme,
como un noble en su palacio.
¿Quién soy?
–me preguntan a menudo–,
que hablo con los carceleros,
libre, amistosa y francamente,
como si mandase yo.
¿Quién soy? –me preguntan también–
que soporto los días de infortunio
con indiferencia, sonrisa y orgullo,
como alguien acostumbrado a vencer.
¿Soy realmente lo que otros dicen de mí?
¿O bien sólo soy lo que yo mismo sé de mí?
Intranquilo, ansioso, enfermo,
cual pajarillo enjaulado,
pugnando por poder respirar,
como si alguien me oprimiese la garganta,
hambriento de olores, de flores,
de cantos de aves,
sediento de buenas palabras
y de proximidad humana,
temblando de cólera ante la arbitrariedad
y el menor agravio,
agitado por la espera de grandes cosas,
impotente y temeroso por los amigos
en la infinita lejanía,
cansado y vacío para orar, pensar y crear,
agotado y dispuesto a despedirme de todo.
¿Quién soy? ¿Éste o aquel?
¿Seré hoy éste, mañana otro?
¿Seré los dos a la vez?
¿Ante los hombres, un hipócrita,
y ante mí mismo, un despreciable
y quejumbroso debilucho?
¿O bien, lo que aún queda en mí
se asemeja al ejército batido
que se retira desordenado
ante la victoria que creía segura?
¿Quién soy?
Las preguntas solitarias se burlan de mí.
Sea quien sea, tú me conoces,
tuyo soy, ¡oh, Dios![1]
La enfermedad más profunda de nuestra sociedad postmoderna es el tedio a la soledad, a la confrontación desenmascarada con uno mismo, a la responsabilidad de tomar las riendas de la propia vida encaminada a la VIDA.
[1] Michael Van Dyke, Radical Integrity, “The Story of Dietrich Bonhoeffer”, Barbour Publishing, Uhrichsville, 2001, pp. 194-196
EL ESCONDITE
“Yo no sé si te conozco
Lo suficiente para quererte
Pero sí sé que te amo
Y apasionadamente te busco
Escondido entre la vida
Caminando hacia la muerte.
Muy a menudo te encuentro
Y, como por arte de magia,
De pronto desapareces.
Es como un simple juego
De niños al escondite:
Yo te busco, tú me encuentras
Para yo buscarte de nuevo.
Así voy descubriendo
Que no eres Tú el ausente
Sino yo quien desaparece.”