DÍA 54 – Fernando Negro

Hemos perdido la capacidad para el asombro y la fuerza de la no-violencia activa que nos enseñaran, maestros y testigos del talante de Gandhi en India, M. Luther King en los EE UU, Monseñor Oscar Romero en el Salvador, o Hélder Cámara en Brasil.

Nuestro mundo postmoderno ha acuñado la expresión “guerra preventiva” que hasta se televisa en directo. En realidad nada tendríamos que prevenir si no fuera porque nos guía el miedo irreal a perder lo que tenemos, y que pertenece a todos, especialmente a los más desheredados de la tierra. Porque lo tenemos todo habiéndolo recibido con escaso esfuerzo, no valoramos convenientemente ni siquiera el ser nosotros mismos. Y así “nos desamamos” y desamamos a los demás. Creamos odios que pueden durar toda una vida. El desamor a los demás comienza por el desamor de uno mismo.

Cada persona nace con el derecho básico de poder decir: “nunca supe cuánto valía yo hasta que alguien me lo dijo amándome sin condiciones”. Sólo aquellos que de una u otra forma han tenido esta experiencia fundante saben lo que es amar sin condiciones.  Aún así, la mayor pena, la más terrible frustración será llegar al último tramo de la vida y darnos cuenta de que no amamos lo suficiente.  Porque del amor salimos, en el amor avanzamos y el amor es nuestro último destino.

Amar es nuestra tarea. Y amar es soltar amarras, las amarras del miedo. En realidad uno se hace libre amando. Ello requiere la valentía de dejarlo todo en el camino “por amor”. Cuando llego a descubrir que todo no vale nada, me arrojo al vacío de la vida, confiado… sin miedo… y aprendo a amar.

El mayor gesto del amor es el de la muerte, porque en la muerte lo dejo todo…, excepto el amor. Todo esto para nada es absolutamente claro hasta que hacemos este acto de fe esencial: creer que vivimos para amar, y que amando vencemos al miedo. ¡Cuánto orden necesitamos nosotros para poder disfrutar de la belleza y la bondad que nos habitan y nos rodean por doquier hasta la exuberancia y la exageración!

Siendo niño, jugaba con mis amigos y amigas, especialmente en primavera, a un juego cargado de belleza y asombro. Consistía en cavar un agujero cóncavo con nuestras manitas y un palo. Limpiábamos los contornos y luego recogíamos flores de todos los colores y tamaños. Hecho esto, depositábamos los pétalos en el agujero al que llamábamos “tumba”. Luego cubríamos la llamada “tumba” con un cristal limpio y transparente. A continuación cubríamos el cristal con tierra. ¡Qué bonito era cuando, poco a poco, íbamos quitando con nuestros dedos la tierra, e iba apareciendo en el fondo de nuestra tumba un bello panorama multicolor, sorprende e inédito! ¡Nos sentíamos “creadores”, y lo éramos! Tanto me ha impactado este juego, que al recordarlo, me lleno del asombro del niño que todavía me habita.

Esta hermosa imagen me habla de la maravilla de la belleza y bondad que habita dentro de nosotros. Ambas realidades ya están ahí, esperando ser descubiertas en un proceso de desbroce de grandes o pequeñas escorias que nos impiden ver y contemplar.