Todos en la vida hemos sido de alguna forma maltratados, criticados injustamente, e incluso condenados o abusados. En definitiva, todos hemos sido –quizás todavía lo seamos- víctimas de personas que nos han hecho sentir inferiores e incluso rechazados y olvidados.
En circunstancias semejantes deberemos saber sacar fuerzas de nuestra debilidad para levantarnos, agarrados de la verdad, a la altura de nuestra dignidad; una dignidad que nadie nos concede a modo de conmiseración. Dios nos la ha dado desde el principio y para siempre.
Indaga en la verdad, busca la verdad y construye sobre ella la más bella aventura: eres una persona buena y bella; habita en ti la presencia de la imagen divina en la que fuiste creado para hacer cosas hermosas.
En este proceso ascendente seguirás sintiendo a veces el odio y la rabia hacia quienes truncaron parte de tu historia sagrada de crecimiento. Te voy a contar un secreto: desactiva la rabia con la verdad y añádele la bondad que está dentro de ti. No te tengas miedo y, por favor, no respondas a tus verdugos con la misma moneda con que ellos te trataron.
Quizás te escandalizan mis palabras e instintivamente las rechazas, pero recuerda que quienes hacen avanzar la historia son aquellos que han decidido romper la cadena de la violencia, el ciclo de la represalia.
Las grandes personas supieron hacer de su sufrimiento el laboratorio existencial para un mundo nuevo. Te hablo de Jesús de Nazaret sobre todo, pero en este grupo puedes encontrar también a Juan de la Cruz, José de Calasanz, Gandhi, Martin Luther King, Oscar Romero, Nelson Mandela, y muchas otras personas que supieron dar a su vida un sentido nuevo desde la persecución, la tortura o la muerte.
Inténtalo, amigo. Te lo prometo en nombre del Dios de la vida: la verdad te hace libre, sí. Pero que la libertad conquistada esté al sólo servicio del amor. Ésta es la piedra filosofal que convierte el pedernal en pepitas de oro, el corazón de roca en uno lleno de energía amorosa y misericordiosa. La energía que de verdad hace cambiar al mundo.
“Eterno Señor de todas las cosas,
yo hago mi oblación con tu favor y ayuda,
delante de tu infinita bondad,
y delante de tu Madre gloriosa
y de todos los santos y santas del cielo,
para imitarte y pasar por todas las injurias,
todo vituperio y toda pobreza,
actual o espiritual,
con la sola condición de que sea para tu gloria
y tu servicio; y de acuerdo
a la elección o modo de vida
que tú has elegido para mí.”[1]
[1] Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales, No. 98