Es un hecho que el crecimiento personal no se da solamente por medio de la auto-observación o la auto-reflexión. Necesitamos además dejarnos mirar, como en un espejo, por otras personas de confianza, para que nos ayuden a vernos en perspectiva. Ello requiere que seamos abiertos y humildes para acoger y practicar las recomendaciones que nos den, aunque a veces nos cueste aceptarlas.
Las impresiones externas que pueden darnos amigos, familiares, colaboradores, etc. son importantes para ver cómo otras personas nos perciben y nos experimentan. Así aprendemos el arte de ser pulidos como los cantos rodados por el agua de los ríos.
Hay personas que cuando son advertidas de errores o de formas incorrectas de actuar –no digamos de formas inmorales- en lugar de aceptar la advertencia como posibilidad, arremeten contra la persona, y se toman el asunto como ‘personal’, pues no tienen la capacidad para el auto-análisis y la auto-crítica.
Esas personas no crecerán, sino que se quedarán anidadas en el rincón de sus seguridades narcisistas, resentidos contra aquellos que intentaron ayudarles a ser más humanos.
Por el contrario, las personas abiertas al cambio y al crecimiento progresivo, no solamente aceptarán los consejos e incluso la corrección cuando sea necesaria, sino que la buscarán, pues saben que hay una área de sí mismos que queda siempre cerrada para la autoconsciencia, a no ser que alguien de afuera abra la puerta para entrar en ella.
Es bueno reflexionar acerca de este tema y ver dónde nos situamos a este respecto. El rechazo y la negación ante la tentativa de otros para ayudarnos a crecer seguramente nos habla de una incapacidad existencial alimentada desde el ego entendido como soberbia y orgullo. Deberemos pues hacer algo al respecto. De lo contrario, con los mismos métodos, daremos frutos semejantes o aún peores.
“Mientras no aceptemos lúcidamente lo que somos, con nuestras debilidades y limitaciones, estamos abocados a la frustración. Dios se acuerda de que somos barro. Conoce nuestra masa. No se trata de pactar con la flaqueza, sino de conocerla, aceptarla, compartirla y comunicarla. Sólo así se cura. La herida cura muy bien cuando está abierta, limpia y oreada. No se trata de cerrarla en falso y menos aún de luchar desesperadamente por no tenerla; entonces nunca seremos sanadores en el seguimiento de Jesús, sino hombres y mujeres que luchan patéticamente contra su propia condición humana.
Podríamos evitarnos mucho sufrimiento inútil si aceptáramos con calma que lo de la perfección nos ha hecho mucho daño. Nuestra precariedad y vulnerabilidad no es “debilidad” psicológica sino capacidad para mirar la propia vida desde dentro, sin autoengaños, y asumir de entrada que vivimos humanos entre humanos. La experiencia del Crucificado es sanadora, porque la salud no consiste en la lucha por no tener ninguna herida sino en EL CONVIVIR RECONCILIADOS CON LAS PROPIAS HERIDAS.
Cuando Pedro experimenta su precariedad delante del Señor (“apártate de mí, que soy un pecador” – Lc 5,1-11) es cuando acepta sin temores el encargo de ser pescador de hombres. No se trata de andar a vueltas con el propio yo, sino qué hago con lo que soy; qué hago por Cristo y qué debo hacer por Cristo.
Sólo analizando procesos podemos llegar a conocer nuestros límites y errores sin autoengaños. Y para esto hemos de atender a lo cotidiano, a la expresión relacional de mi yo, a mi modo de estar en la realidad, en el al modo de realizar mi trabajo en el sentido de complicación y modificación de la realidad.”