Cuando la persona no tiene clara su dirección existencial, el rumbo total de su vida, corre el peligro de la desorientación y el desbalance. Esa inseguridad la lleva a la ansiedad y la depresión. En lugar de interpretar su vida como un bello recorrido en el mar de la vida hacia el puerto esperado, la percibe como si fuera un barco a la deriva.
Entonces surge la llamada tramposa de la ilusión llamada regresión. Consiste en buscar la seguridad en el pasado, por miedo a afrontar el presente, y encaminarlo al futuro. La regresión es un camino sin salida, una negación de sí mismo, una amputación existencial del propio ser. La regresión nos hace vivir un presente iluso basado en la represión, el miedo y la frustración.
Querer asegurar la vida a base de aferrarse regresivamente al pasado es una forma de superstición, un fetiche, una forma “mágica” de encerrar el proceso dinámico de la vida en la pequeñez de un bolsillo emocional deprimente. Por el contrario la ley de la naturaleza es el devenir incesante.
Querer evitar el peligro no es más saludable que afrontarlo. “La vida, o es una aventura apasionante, o no es vida”, decía Helen Keller[1] (1880-1968). El mayor premio que una persona CONSIGUE a través de sus fatigas no es lo que recibe, sino la clase de persona que puede llegar a ser.
Nos proponemos confrontar nuestra tentación a caer en las regresiones, esas trampas que nos impiden crecer. Pueden ser regresiones por las que nos adherimos a la ley y la norma, a aquello de que “más vale malo conocido que bueno por conocer”, a personas, circunstancias, lugares, maneras de hacer, etc., a las que idolatramos, a las que nos sometemos, mientras vamos perdiendo la belleza y la pasión de ser lo que podemos ser.
Nombramos nuestras regresiones y les decimos “adiós” para siempre. Reflexionemos acerca de este texto:
[1] Hellen Keller (1880-1968) fue la primera mujer ciega y muda que sacó un título universitario en Norte América, ayudada de su mentora Ana Sullivan. Es famosa por el libro “El Milagro de Hellen Keller”.
“Tú, Señor, que conocías la profundidad del corazón humano, no encontraste mejor imagen para hablar de la belleza oculta, que la presencia de un niño o de una niña. En su mirada transparente se refleja la pureza y la libertad del deseo espontáneo de amar y de ser amado, de conocer y de ser conocido. Y por eso nos retaste con una condición absoluta: ‘Si no cambiáis y os hacéis como niños…’ Señor, despierta en mí al niño que llevo dentro, y dime ‘talita kumi’(“¡ A ti te lo digo: levántate!”). Y entonces me despertaré del letargo y mi vida será alegría y gozo. Amén.”