Cuando nos miramos a nosotros en el fondo del ser, ¿qué es lo que vemos? Dos cosas: el estiércol que nos hemos echado o hemos recibido de otros a lo largo de la vida y, más en el fondo, un mar inmenso de belleza, de verdad y de bondad.
Es verdad que hay basura y estiércol, pero no nos pertenecen. Hay basura configurada en baja autoestima, complejos de culpa malsana, complejos de inferioridad, elementos que alimentan nuestra disfuncionalidad para relacionarnos sanamente con los demás, heridas todavía no curadas, represiones, etc.
También es verdad que ahí adentro podemos ver y aceptar como nuestra la configuración del yo real. Ahí está el ADN o tarjeta de identidad existencial con la que fuimos traídos a la vida. Jamás deberíamos dudar de éste que tendría que convertirse en el dogma básico de nuestra fe en un Dios Bueno.
La tarea humanamente más noble es comenzar el viaje más apasionante y más largo, que consiste en conectarnos con el yo real en el que descubrimos que somos no solamente polvo de estrellas, sino creación divina dentro de la cual transportamos nuestra dignidad de seres buenos, bellos, libres, creativos, transparentes, amorosos, pacíficos y pacificadores.[1]
Conectados con esa realidad, llegamos a ser fuertes y atrevidos, imaginativos y pacientes. En este estado de consciencia somos como las águilas: el águila no se escapa de la tormenta. Simplemente usa la tormenta para levantarse más alto. Se levanta por medio de los vientos que trae la tormenta. De igual modo, cuando las tormentas de la vida nos vienen –y todos nosotros vamos a pasar por ello- podemos levantarnos por encima, poniendo nuestras mentes, nuestros corazones y nuestra fe en Dios. Dios, a su vez, inyecta en nosotros la fe en nosotros mismos.
Quien llega a hacer esta experiencia, a pesar de sus inadecuaciones y fragmentaciones interiores, llega a ser dueño de su vida, solamente sometida al Dueño Supremo que no nos quiere humillados ni abatidos, sino plenamente vivos.[2]
Quien llega a esa experiencia no permite que nadie denigre su valía ni su sentido ético y estético, no busca hacer daño a otros, se respeta por lo que es y abre la puerta a lo que puede ser. Esa persona se ha autoanestesiado contra el rencor, el narcisismo y la revancha. En adelante hondeará por doquier la bandera de la paz y trabajará por la paz.
A veces sentirá el miedo, claro está, pero lo mismo que águila confronta la tormenta para ganar altura, también él confrontará los miedos que quieren paralizarle y, exorcizándolos con el agua de su dignidad divina, se demostrará y demostrará a los demás que él está siempre por encima. Se trata de una experiencia psico-espiritual al alcance de todos y cada uno de los seres humanos.
Puedo observarme a mí mismo para ver si de verdad soy águila o reptil, si soy mariposa o gusano. La llama vital escrita en nuestro DNA espiritual dice que estamos llamados a grandes aventuras, a ser lo que podemos ser.
[1] “Una paz que no surja como fruto del desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre será semilla de nuevos conflictos y de variadas formas de violencia.” Papa Francisco, “Evangelii Gaudium”, 219
[2] Jn. 10, 10; San Ireneo de Lyon (del II al III siglo d.C.) escribió que “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva en abundancia y la vida del hombre consiste en la visión de Dios.”
“Tú eres el Creador de todo lo que existe y, por efecto de tu gracia permanente, haces que la sinfonía de tu Creación se convierta en Perfección Cósmica.
Miles de años se precisan para que las aguas esculpan sobre la roca los caprichos de las olas fluviales… Tu gracia, persistentemente acariciando mi corazón me enseña, igualmente, el arte de amar.
Y así Tú creas en mí una personalidad nueva cuyo corazón se hace capaz de irradiar la imagen divina que me habita. Y así tu belleza se expande y derrama la belleza alrededor.
Señor, continúa haciendo tu trabajo en mí, y en todas tus criaturas, Tú que eres el Artista Supremo del Universo.”