DÍA 31 – Fernando Negro

Somos seres compuestos de un alma que coincide con lo que en la Biblia se denomina el corazón. Por tanto llevamos un componente “divino” que es constitutivo de nuestro ser ontológico, de nuestra esencia.

Cuando lo negamos o lo reprimimos, dejándonos guiar de un prejuicio muy común en nuestra cultura postmoderna, caemos en la fragmentación de nuestra propia autoconsciencia, y nos perdemos la posibilidad del sentido existencial de nuestra vida.

Sin embargo hay que afinar bien qué significa eso del componente divino que nos habita y cuál es la imagen esencial que tenemos de Dios. El componente divino deriva precisamente de la narrativa que encontramos en las primeras páginas del Génesis donde se nos dice que Dios creó al hombre hecho de barro, le insufló su espíritu y así salió un ser –hombre y mujer- hecho a su imagen y semejanza. Ése es el componente divino de nuestro ser real: la imagen divina dentro de nosotros.

Ahora bien, ¿en qué Dios creemos?  Porque si el Dios en el que creemos es un policía, nuestra conducta y nuestra actitud esencial estará basada en el cumplimiento de un orden establecido; si ese Dios es un espía, nos pasaremos todo el día temblorosos al imaginarnos ese ojo tremendo y dictatorial que nos observa metido en un triángulo que flota sobre las nubes. ¡Hay tantas imágenes distorsionadas de Dios!

Nos quedamos sin embargo con el Dios bueno y misericordioso, lento a la ira y leal; el Dios que por definición es sólo amor. El Dios que nos da la libertad absoluta para que aprendamos la voluntad obsoletísima que consiste en sólo querer el bien que Él quiere.

Guiados de esta verdad concluimos que la imagen divina que nos habita está compuesta de los elementos del Dios en el que creemos: libertad, verdad, bondad, misericordia, compasión y, sobre todo, AMOR.

Cada vez que desatamos de dentro de nosotros energías que fluyen de esas realidades, estamos viviendo desde la esencia de lo que somos, sin dejarnos llevar por las máscaras ni los prejuicios, las conveniencias ni las apariencias. Es así como se desarrolla el tejido de nuestra personalidad en una integración armoniosa de lo humano con lo divino.

Me pregunto cómo estoy viviendo toda esta realidad. Me cuestiono mi concepto de lo que significa ser ‘humano’, de manera que por nada en el mundo excluya de mi vida el elemento espiritual. Me examino para ver si cuando me relaciono con los demás soy demasiado materialista o reduccionista.

EL RUIDO EN LA CIUDAD

“¿Cuál es mi nombre? ¿Cómo me llamo?  En medio de las prisas y los ruidos quiero saber quién soy yo. Yo no soy un juguete automático, soy mucho más que un número. Mi mente quiere encontrar el sentido de mi vida, mi corazón ansía el amor. ¿Quién soy yo? ¡Dímelo, hermano, dime quién soy yo! Yo sé que ‘tú eres tú’. Juntos buscaremos y encontraremos nuestro nombre en medio del caos de la ciudad impersonal. Pararemos los motores y saldremos de los autobuses y de los taxis… chocaremos nuestras manos y, mirándonos a los ojos, celebraremos la vida.”