Aprender a confrontarse con uno mismo antes de confrontar a los demás es lo que realmente ayuda a la hora de solucionar conflictos. Cuando no nos hemos confrontado y perdonado a nosotros mismos, cuando la impaciencia nos carcome por dentro de manera puramente emocional, los miedos toman la delantera, y desatan el enfado que presentamos como escaparate que oculta nuestro auténtico ser.
Como consecuencia no logramos conectarnos con los demás, pues nuestras palabras despiden agresividad impositiva, que crea en nuestro interlocutor miedo y distanciamiento.
Antes de confrontar deberíamos hacer un acto de fe en que lo que queremos decir tiene validez no solamente emotiva (digna de ser acompañada de nuestras emociones profundas) sino razonable, que se puede defender con argumentos que apelan a la dignidad personal, tanto nuestra, como de la persona que confrontamos. Desde ahí seremos consistentes en nuestro razonamiento, más allá de los miedos, defendiendo nuestra postura y abriéndonos a la del otro.
No hay nada más feo e hiriente que dejar la conversación a medias y, más aún, responder con el silencio, que ofende a quien honestamente busca el acercamiento mutuo y la verdad. En todo conflicto y confrontación, lo que realmente vale es la capacidad empática para acompañar incluso al enemigo, en el camino hacia la verdad.
No es tarea fácil; solamente quienes se trabajan a fondo pueden comprender que se trata del arte de ser puentes, de establecer lazos que sanan y refrigeran el alma de quienes sufren a causa de la soledad, el rechazo, la injusticia y la incomprensión.
¿Cómo suelo afrontar los conflictos? ¿Me dejo llevar por el miedo que se manifiesta en agresividad hacia el otro? ¿Creo en mí mismo y en los argumentos que tengo a la hora de defender lo que creo y pienso?
Hay una regla de oro: dejemos de tener miedo a nosotros mismos, dejemos de tener miedo al mismo miedo. Entonces surgirá de dentro de nosotros un manantial de paz en el que se dará el acercamiento profundo con el otro, corazón a corazón.