DÍA 26 – Fernando Negro

Dime lo que lees y te diré quién eres. Somos aquello de lo que alimentamos nuestra mente y nuestro corazón. Si alimentamos la mente de basura que nos autodestruye no culpemos de ello a nadie más que a nosotros mismos. No hemos nacido para vivir presos de nuestra negatividad, sino para gozar de la vida disfrutándola desde dentro. Nadie ni nada puede arrebatarnos la libertad de escoger ser felices, a no ser que les demos permiso a los pensamientos autodestructivos.

Les damos permiso cuando emocionalmente nos sometemos a ellos porque inconscientemente hemos aprendido que pueden dominarnos. Pero eso es pura ilusión. Dentro de nosotros habita la energía del yo real que clama constantemente por ser lo que podemos ser.

Por eso hay que leer mucho, incansablemente; pero que nuestras lecturas nos ayuden a clarificar las zonas oscuras que nos habitan, que nos abran creativamente a nuestra posición en el mundo; lecturas que nos ayuden a encontrar paz y a ser responsables de nuestro crecimiento y del de los demás.

Hoy pues nos atrevemos a preguntarnos cosas concretas, como por ejemplo: ¿Qué libro estoy leyendo?, ¿qué estoy aprendiendo a través de mis lecturas?, ¿Leo algo que me esté haciendo daño?, ¿qué es lo que me gustaría leer que todavía no he leído?, ¿de qué manera conecto con mi vida los conceptos que retengo de mis lecturas?

Éstas y otras preguntas nos ayudan a darnos cuenta de que la mente es como un jardín en el que puedo plantar flores hermosas y árboles que llenen de belleza mi interior, o por el contrario puedo llenar ese jardín de abrojos y cardos secos que me llevan a la inercia intelectual, a la pasividad, a un mundo ilusorio de vanidades, etc.

La mente y el corazón están en constante sintonía, de modo que lo que habita en mi mente desata en mi mundo emocional sentimientos y afectos diversos, de acuerdo con lo que hay en mi atalaya mental. La verdad es que somos lo que pensamos. Si pensamos limitadamente, creamos un ser, una vida limitada por efecto de nuestras convicciones enanas. Pero si pensamos alto, ancho y profundo acabaremos siendo águilas que se elevan a las alturas.

Leer, pensar, sentir y, finalmente, actuar. Quien no actúa con coherencia, según sus convicciones, termina siendo  a lo sumo un teórico, y nada más. Por eso hay que poner a trabajar, de manera consistente e interconectada, los tres elementos constitutivos de nuestro proceso de crecimiento: pensar (inteligencia), sentir (emocionalidad) y decidir o actuar (la voluntad).

¿Soy una persona integrada? ¿Domino mis emociones cuando paso por momentos de desbalance o de cierta depresión? ¿Me dejo llevar de los meros sentimientos y actúo de manera desbocada, sin contar con la razón? ¿Soy coherente en mis decisiones de vivir de una cierta manera, de acuerdo a mis convicciones?

“Quiero ser, mi Dios, el perfecto danzarín de tu música. Así pues ábreme el oído a tu sinfonía y prepara todo mi ser (cuerpo, mente, corazón y espíritu) para actuar en la Danza Divina de la Vida. Y los espectadores (aquellos con quienes entraré en contacto) se alegrarán y te aplaudirán. Y entonces, cuando mi actuación haya terminado, me retiraré en silencio mientras el público (tuyo y mío, mi Dios) continúa aplaudiendo para ti, maestro de la sinfonía del mundo y director de mi danza. Amén”