Descubrir en el diálogo con la ciencia, al Dios de Jesús – Ángel Fernández Lázaro

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Ángel Fernández Lázaro    angelfernandezlazaro@gmail.com

De la exclusión a la complementariedad

La relación entre ciencia y religión no ha sido sencilla a lo largo de la historia. Los casos de Galileo Galilei, que ante la amenaza inquisitorial se vio obligado a renegar públicamente de la teoría heliocéntrica que, como científico, probaba y defendía, o de Charles Darwin, ampliamente contestado por sectores de la Iglesia anglicana cuando en el siglo XIX proponía su teoría de la evolución, son ejemplos paradigmáticos de ello. Pero tampoco sería cierto asumir que ambas disciplinas están condenadas a enfrentarse. Sabemos que, a diario, en todo el mundo, infinidad de científicos no tienen problema en compatibilizar su fe religiosa con lo que los avances en sus respectivas disciplinas van desvelando. Del mismo modo, todo tipo de creyentes de a pie se relacionan con la ciencia sin mayores problemas. Es posible plantear la relación entre ciencia y fe desde un enfoque distinto: el del diálogo, la aportación mutua y la integración.

Que ciencia y religión pueden dialogar significa entender, en primer lugar, que hay grandes ámbitos de la realidad sobre los que las miradas de ambas pueden coincidir. Cuestiones como el origen del cosmos y nuestra posición en él, la naturaleza del ser humano y lo que es bueno que este haga, o problemas asociados con el principio y el final de la vida, son solo algunos ejemplos que vienen rápidamente a la mente. Más aún, asumir que ese diálogo puede resultar fructífero para las dos partes implica partir de la idea de que ambas disciplinas tienen sus propios límites y, por lo tanto, existe espacio para escuchar lo que el otro tiene que decir. Por ejemplo, la ciencia puede aportar a la religión el conocimiento del mundo físico, pero la religión puede aportar a la ciencia una cosmovisión que la dote de sentido y un marco de referencia ético que oriente sus avances y priorice sus esfuerzos.

En este intercambio, ciencia y religión pueden salir reforzadas y enriquecidas. Desde una perspectiva creyente, es posible experimentar que el diálogo constructivo con la ciencia ayuda a cuestionar la propia fe y a poner palabras a lo que creemos, haciéndola más significativa y razonable, más fácil de llevar a la vida y, por tanto, más fecunda. Lo que la ciencia desvela sobre el mundo en el que vivimos no solo no tiene por qué ser incompatible con nuestra fe, sino que nos puede revelar al Dios de Jesús.

El Dios de Jesús en diálogo con la ciencia

Por mucho que se empeñen, ciencia y teología no lograrán demostrar empíricamente la existencia o inexistencia de Dios. Dicho de otro modo, con todo lo que la ciencia nos dice de la creación, es perfectamente razonable creer en Dios. La ciencia no necesita a Dios como hipótesis, puesto que partir de Dios no sería hacer ciencia, dado que no es un dato observable ni medible. Sin embargo, esto no significa que no sea razonable creer en Dios de una manera compatible con lo que vamos descubriendo del universo. En último término, como creyentes, es posible encontrar en aquello que la ciencia va descubriendo, pistas que apuntan a Dios. Antes de seguir esas pistas, conviene resumir, aunque sea muy sintéticamente, cómo es el Dios en el que creemos, el Dios que revela Jesús de Nazaret.

El Dios en el que creemos los cristianos es un Dios que crea por amor, que hace al ser humano libre y responsable y lo llama a una vida plena. Es un Dios que no se desentiende de su creación, sino que está presente en ella, la sostiene y la recrea continuamente. Tan presente está, que se revela al ser humano constantemente y de muchas formas, aunque la más plena de todas fue Jesús de Nazaret, en quien Dios compartió la naturaleza humana para amarnos hasta el extremo y mostrarnos cuál es el camino hacia esa plenitud: el de la fraternidad universal, es decir, que todos somos hermanos.

Examinemos ahora algunas de estas afirmaciones en contraste con lo que la ciencia nos dice del mundo en el que vivimos.

  • Dios crea por amor, en libertad, gratuitamente

La ciencia revela que el universo, pese a su inmensidad, puede ser medido, descrito y delimitado, como un objeto diferenciado. También es evidente que el universo y sus procesos pueden ser comprendidos por el ser humano: existe orden en el universo y podemos comprender ese orden.

Si existe un Dios capaz de crear un cosmos diferenciado, racional y ordenado, es difícil pensar que algo o alguien externo le haya impuesto la obligación de hacerlo. Tampoco tendría mucho sentido que dicha divinidad tuviera la necesidad de crear algo distinto de ella, ya que revelaría algún tipo de carencia incompatible con la idea de divinidad.

Esta idea es compatible con la de un Dios creador que crea libremente, sin necesidad que le apremie ni voluntad ajena que le obligue. El Dios que crea libremente crea, por tanto, gratuitamente. El Dios cristiano crea por amor, «hace sitio» a lo diferente, a lo que no es Él, a lo que crea distinto y diferenciado. Esta idea, además, concuerda con la naturaleza trinitaria de Dios, que no es solitario sino relacional, que acoge lo creado y lo incorpora a su vida comunitaria de amor.

  • Dios se implica en la creación, la recrea continuamente y la sostiene

Al principio del artículo nos referíamos a la teoría de la evolución de Darwin como uno de los momentos de tensión entre ciencia y religión a lo largo de la historia. Aunque hoy sigue habiendo quien la cuestiona, la mayoría de las religiones no tienen problemas con la teoría de la evolución, que es amplísimamente aceptada como la que mejor explica el desarrollo de la vida tal y como la conocemos y resulta poco discutible si se tiene un mínimo de seriedad.

 

Desde nuestro punto de vista, la imagen de un Dios que acompaña a la creación y está presente en ella, la sustenta y posibilita, cuadra mucho mejor con las teorías evolutivas que cualquier otra imagen. La evidencia de la evolución supone una gran ayuda para la teología a la hora de comprender de qué manera Dios ha creado y recrea continuamente cuanto nos rodea. Dios no pulsó el «botón de inicio» y luego se retiró indiferente a «dejar que las cosas pasaran», sino que recrea una realidad en constante cambio de estructuras vivas que evolucionan.

  • Dios nos crea libres y responsables, y respeta la autonomía de lo creado

Por un lado, la evolución biológica es un proceso natural en el que los creyentes descubrimos las propias leyes del Dios creador. La acción de Dios son los mismos procesos evolutivos, las leyes naturales son sus herramientas. Si tomamos esto, junto con la idea de libertad (no solo del ser humano, sino de toda la realidad) con un poco de seriedad, la idea de un Dios caprichoso que interviene puntualmente para hacer y deshacer no se sostiene. Las leyes y procesos naturales son suficientes para que la creación siga su curso.

 

Por otro lado, ya hemos dicho que el universo es ordenado y racional y puede ser comprendido y estudiado por el ser humano. Al mismo tiempo, tenemos también capacidad para crear inventar, cuidar, modificar, proteger, conservar lo creado.

Estas evidencias hablan al creyente de un Dios que nos crea a su imagen y semejanza. Si hemos sido creados a imagen suya, es razonable que en el universo exista un orden que podamos entender. Si somos libres y responsables, tenemos la dignidad de participar en dicha creación y la responsabilidad de cuidarla y preservarla.

  • Dependemos de Dios, nos referimos a Dios y a él estamos llamados

La idea de un cosmos en evolución, aparentemente ordenado a algún fin, posibilita la imagen de un Dios que crea para la salvación. En el mismo proceso evolutivo, cuanto más evolucionado es el organismo, más desarrolla capacidades como la sensibilidad, la conciencia de que existen los demás y la capacidad para salir de sí mismo al encuentro del otro. Nuestra visión cristiana del ser humano nos indica que somos en relación, y cuanto más capaces de salir al encuentro de los demás y ocuparnos de su bien, más humanos somos.

 

Es posible pensar que el hombre pleno, el ser humano más evolucionado, está llamado a vivir una vida plena como aquella a la que el Dios del amor nos llama: una vida como la del propio Jesús de Nazaret.

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