Por Mª Ángeles López Romero, Directora editorial de San Pablo @Papasblandiblup
A menudo me convocan desde instituciones religiosas para reflexionar sobre el presente y el futuro de sí mismas, o de la labor (casi siempre pastoral) que desarrollan, o de la Iglesia que las engloba. Y es interesante hacer un análisis, pararse a pensar, buscar pistas de por dónde transitar en tiempos de incertidumbre y cuestionamiento de lo conocido. Pero a menudo me pregunto por qué acotamos el objeto de estudio a “nuestra” institución, “nuestros” jóvenes o “nuestra” Iglesia. Por qué no derribamos de una vez las vallas ficticias que hemos construido para delimitar el radio de acción de nuestra institución (grande o pequeña) y, se quiera o no, los que caben en ella, los que pueden considerarse dentro frente a los que acampan fuera.
Al hacerlo, inevitablemente caemos en la autorreferencialidad, el ensimismamiento y el papanatismo. Pero, sobre todo, terminamos por descartar a quienes no quedan dentro del círculo.
El ejercicio es tan sencillo que ¿quién no ha recurrido a conceptos como creyentes o no creyentes, para dejar fuera a quienes, desde nuestra visión institucionalista no responde a los estándares de filiación?
Y si el filtro es torticero en sí mismo, cuando se trata de los jóvenes, es sencillamente inútil. Porque la juventud –y la actual especialmente– destroza las categorías con las que nos manejamos los adultos. Sus actitudes y estados de ánimo son inestables, difíciles de nombrar y a duras penas clasificables.
Por eso, una pastoral que quiera ser fructífera y honesta tendrá que dirigirse a todos, sin excluir ni descartar. Sin juzgar ni clasificar. Sin marcar quién está dentro y quién fuera. ¡Porque nadie puede quedar fuera!
Solo así estaremos siendo fieles a la vocación evangelizadora que la promueve y alienta. Solo así estaremos siendo fieles al espíritu de Jesús de Nazaret, que jamás habría descartado a nadie ni habría delimitado un círculo que dejase a alguien fuera de sus fronteras.