DEJARSE IR. LA EXPERIENCIA MUSICAL COMO EXPERIENCIA HACIA DIOS RPJ 558 Descarga aquí el artículo en PDF
Chema Pérez-Soba
Centro Universitario Cardenal Cisneros
Chema.perez@cardenalcisneros.es
No cabe la menor duda de que la música es una experiencia que la inmensa mayoría de jóvenes siente como propia, con la que se identifica y que, incluso, en algunos casos, marca su identidad personal. Por ello, es sabido desde muy antiguo que la música es una experiencia que puede ser mediación y camino para la experiencia religiosa.
No es extraño: Juan Martín Velasco explicaba que hay un tipo de experiencia religiosa, la vivida en la vida cotidiana, que es el fundamento de la vida religiosa. Esta experiencia se basa en pequeños momentos de trascendencia, sencillos, cotidianos, lo que algún autor ha llamado «trascendencia horizontal». Estos momentos permiten vivir la estructura básica de la experiencia religiosa: me sacan de mí mismo, me «descentran», me permiten dar el salto hacia el exterior que es lo propio de la fe. Y un espacio privilegiado donde se produce ese salto, esa trascendencia, es la música: con ritmos suaves y repetitivos, que invitan a la meditación, como los cánones de Taizé o los mantras tibetanos, entramos en el abandono de nosotros mismos, buceando hacia nuestro interior «desfondado»; con ritmos veloces, que invitan al baile, como los ritmos tradicionales africanos o la música rock, salimos hacia fuera en el movimiento compartido, unidos unos con otros en algo superior a nuestro pequeño ser… En ambos casos, salimos de nosotros mismos, dejamos de estar autocentrados y experimentamos una unión nueva con la realidad.
La música toca el corazón de la persona, en el sentido bíblico del término: toca su centro.
Esta experiencia no es una cuestión solo intelectual (qué bueno es esto o aquello), sino que es vivida desde el centro de la persona: vivir la experiencia musical no es ser un crítico musical, no es mirar el partido desde el sofá, sino lanzarse al agua y vivir un espacio en el que razón, sentimiento y voluntad se integran. La música toca el corazón de la persona, en el sentido bíblico del término: toca su centro.
El mismo Freud, que no comprendía en absoluto la experiencia religiosa y, por ello, la etiquetaba como una serie de ritos obsesivo-compulsivos, se sintió tocado por ella. En la introducción a una de sus obras, el fundador de la psiquiatría contaba cómo había recibido una carta en la que un pastor protestante le agradecía sus obras, pero le señalaba, con toda sencillez, que la religión para él no era en absoluto un consuelo neurótico, sino que era una experiencia que le embargaba la vida. Freud confesaba que nunca había vivido algo semejante. Solo, escribía, había vivido algo parecido cuando escuchaba un concierto en Viena: había sentido que el mundo se trascendía, que desaparecía en su entorno… era, decía, una experiencia oceánica, como estar flotando en el mar. Hasta Freud, carente de oído religioso, encuentra en la música un espacio cercano, una vía para comprender la experiencia religiosa.
Por eso, no es extraño que las tradiciones religiosas hayan acudido a la música como mediación para su espiritualidad, como camino para encontrar al Misterio salvador. La tradición de las religiones nacidas en India enseña la fuerza espiritual del sonido. Recitando mantras te unes a la vibración básica que sostiene la realidad, a la vibración misma con la que la divinidad ha creado la armonía universal. Así, Siva Nataraja, príncipe de los bailarines, marca con sus castañuelas el ritmo de la creación. Salmos, himnos, cantos formales se repiten en todas las tradiciones religiosas para llegar al Misterio, sabiendo que la música, inmaterial y material a la vez, es el puente adecuado para llegar a Él. Incluso tradiciones que desconfían de la música lo hacen porque la música verdadera es la que el mismo Dios nos ha revelado en el Corán. Como escribía Rumí, el místico islámico que fundó los derviches danzantes, la música es el crujir de las puertas del Paraíso. Cuando suena la música, el cielo mismo abre sus umbrales.
Por todo ello, parece que la música no es un elemento secundario para nuestros procesos pastorales. Y, cuidado, esta no es una afirmación fácil. La música necesita esfuerzo para ser interpretada, necesita personas que ofrezcan su tiempo y dedicación para un ministerio especial, importante, evangelizador. No es lo mismo reproducir la música en algún medio digital que crearla en directo. Como bien saben los jóvenes, siendo todo bueno, nada es igual a un concierto en directo (aunque suene peor). Necesitamos cuidar ese ministerio, crear cantera, ayudar a tomar conciencia de un servicio a la comunidad que no es de segunda fila, que no está para ser improvisado, sino trabajado con mimo.
Ahora bien, pastoralmente nos encontramos con un mundo pluralizado, con un mundo en el que el mismo concepto de lo artístico se fragmenta: desde Antonio López a Banksy pasando por Mondrian… Y eso solo refiriéndonos al arte de «élite». Por ello, la música popular se fragmenta en miles de estilos y subestilos. ¿Cuál es el adecuado para nuestra expresión?
Si en un mundo pluralizado es la persona la que decide (consciente o no) sus opciones, es la comunidad la que descubre e integra la pluralidad. Ella encuentra diversos modos, diversos lenguajes y es capaz de disfrutarlos, sabiendo que la diversidad es una riqueza. Esto implica educar el gusto, no dudar en enseñar diferentes formas de oración para que los jóvenes encuentren no solo su forma de rezar, sino que comprendan y puedan disfrutar de otros lenguajes estéticos. Podemos disfrutar de Taizé y en otros momentos del órgano y en otros de las canciones Ain Karem… Incluso podemos ayudar a crear nuestras propias canciones, nuestros propios himnos que expresan nuestras experiencias comunitarias. Así nacieron los himnos del evangelio de Juan, expresiones de la vida de su comunidad, o los que Pablo recoge en sus cartas… Nuestra fe sintetizada en pequeñas composiciones que, en su sencillez estética, tocan el corazón y lo vuelven hacia Dios. Como María, cantamos: «engrandece mi alma al Señor».
Educar el gusto, no dudar en enseñar diferentes formas de oración.