Mi abuela se cayó de la cama hace ya casi dos meses. Después de un viaje en ambulancia y una nochecita espantosa en urgencias, nos acabaron dando el veredicto: ruptura de muñeca y de varios huesos de la cara y fractura de pelvis. El médico sentenció que, durante dos o tres meses, era necesario que hiciera reposo ABSOLUTO. Esto implicaba atención continuada: una persona que se encargara de ella las 24 horas del día; algo que nos resultaba totalmente imposible a todos y cada uno de los miembros de la familia, por nuestros trabajos/estudios y quehaceres varios. Gracias a Dios, hemos tenido la gran suerte de encontrar dos mujeres simpatiquísimas y estupendas que se encargan de prestar esa atención plena a mi abuela que nosotros no podemos brindarle.
Tras una primera fase de pesimismo y desánimo inicial, ella va por fin, mejorando poco a poco: ha empezado a leer otra vez (pasión en la que se volcaba la mayor parte del día), ya puede moverse por la casa en silla de ruedas y hasta ha salido a dar una vuelta al mundo exterior. De su ojo morado, va quedando cada vez menos rastro y, en los próximos días, le quitarán por fin la escayola que ha protegido su muñeca durante más de un mes y medio y en la que hemos tenido que apuntar «Me quitan la escayola el 25 de marzo» ante sus insistentes preguntas al respecto. Ahora que, de repente, mi abuela se ha empeñado en que ya está bien y no necesita ninguna ayuda, yo doy mil gracias por sus cuidadoras, que la acompañan y la atienden en todas sus necesidades y sin las cuales no tengo ni idea de lo que habríamos hecho… Y hoy, precisamente, en la homilía el cura nos anima a que nos dejemos hacer y nos dejemos ayudar y a mí me sale dar gracias a Dios por las personas que están ahí para echarte una mano, incluso cuando piensas que no las necesitas y no eres consciente del infinito bien que te están haciendo. Gracias, Dios, por estar siempre ahí, aunque nosotros a veces pensemos que nos bastan nuestras propias fuerzas y se nos olvide muchas veces darte las gracias.