«CUIDÁNDONOS»… DESDE TIEMPOS DE SAN BENITO
Jorge A. Sierra (La Salle)
A menudo, cuando nos juntamos los más jóvenes, nos recordamos la importancia de «cuidarnos», es decir, de estar pendientes los unos de los otros, de «blindar el descanso, vivir con cierta armonía y hasta a veces decir no» —como recogía recientemente un suplemento dominical, en ese orden—. En el momento actual de nuestra vida como cristianos y también debido a ciertos acontecimientos cercanos, esta preocupación se convierte aún más en prioridad. Una de las últimas veces que nos lo hemos dicho me ha coincidido con la lectura de un artículo sobre la espiritualidad benedictina y eso me ha hecho recordar y poner por escrito algunas de las ideas acerca del «cuidar» que se esbozan en la gran obra de Benito.
La Regla de san Benito es un tesoro de la espiritualidad cristiana. No solo es el conjunto de normas para el funcionamiento de un monasterio más exitoso y extendido a lo largo de la historia, sino que también es un compendio de fundamentos y prácticas propias del seguimiento de Jesús que sorprenden —en un texto escrito hace 1500 años— por su actualidad, precisión y humanismo.
A pesar del carácter esencialmente solitario del monje, la Regla de san Benito da una importancia esencial a la comunidad como espacio para la vida como seguimiento de Jesús de los monjes. De hecho, el monasterio en sí es más que una institución y mucho más que un conjunto de edificios. Es un lugar físico donde los monjes viven e interactúan, pero, sobre todo, es una comunidad de creyentes unida por un estilo austero, firme, pautado, constante y firme, no por simple convivencia.
En contraste con otras reglas monásticas, la de san Benito no pone tanto énfasis en las prácticas ascéticas. Destaca que en primer lugar se coloque a la persona, especialmente cuando es débil espiritual o físicamente. El humanismo de Benito mitiga algunas prácticas, pero mantiene firme la opción radical de vida y la radicalidad del modelo evangélico. Indica que «cada edad y cada inteligencia debe ser tratada de una manera apropiada» y que se deben dar nuevas oportunidades a los que fallan en algo, pues todos, aun llenos de fragilidades, no podemos «desesperar jamás de la misericordia de Dios».
Destaca que en primer lugar se coloque a la persona, especialmente cuando es débil espiritual o físicamente
Una actitud fundamental es el silencio y la escucha, tanto entre los monjes, como del abad con la comunidad y hacia la gente externa al monasterio. Escuchar es tan fundamental para la vida monástica que está íntimamente relacionado con la obediencia. Es curioso darse cuenta de que la palabra «obedire» viene de «ob-audire» que significa escuchar, primera palabra de la Regla. La obediencia monástica se da escuchando, pero no solo al superior.
Del mismo modo que frente a Jesús todos somos discípulos, es decir, personas que aprenden, en el monasterio todos están a la escucha de la Palabra y son meros aprendices. Benito se hace eco de la tradición cuando declara que «hablar y enseñar incumbe al maestro, pero al discípulo le corresponde callar y escuchar». Sin embargo, permite a los monjes hablar cuando sienten que es importante y recuerda al abad que debe escuchar cuidadosamente la opinión de la comunidad, incluso en boca del «más joven».
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Uno de los últimos capítulos de la Regla explicita las actitudes fundamentales del monje para el bien de la comunidad y, por lo tanto, del suyo propio. Y consiste en tener las mismas actitudes que Cristo, plagadas de ejemplos de amor y comprensión. Merece la pena recogerlas:
«Si hay un celo malo y amargo que separa de Dios y conduce al infierno, hay también un celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. (…) Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades tanto físicas como morales. Se emularán en obedecerse unos a otros. Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, si no, más bien, para los otros. Se entregarán desinteresadamente al amor fraterno. Temerán a Dios con amor. Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. Nada absolutamente antepondrán a Cristo; y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna».
La Regla de san Benito se ha vivido y se vive en grandes monasterios y en pequeñas comunidades, pero en todas ellas ha brillado la preocupación por facilitar el camino personal de cada monje hacia Dios, haciéndose cada vez más conforme a Cristo y personalizando su experiencia religiosa en clave teologal. Sea mediante la oración, el trabajo, la acogida o la humildad, como dice el propio «epílogo» de la Regla, no es un absoluto, apenas una ayuda «mínima» para alcanzar a Dios:
«Tú, pues, quienquiera que seas, que te apresuras por llegar a la patria celestial, cumple, con la ayuda de Cristo, esta mínima regla de iniciación que hemos bosquejado, y así llegarás finalmente, con la protección de Dios, a las cumbres más altas de doctrina y virtudes que acabamos de recordar. Amén».
Así, no es extraño su éxito, fruto tanto de su fundamentación evangélica como de su sabiduría humana, así como su capacidad de inspirar obras y personas en el camino del seguimiento de Jesús. La puesta en práctica, que al final es el quid del asunto, es lo difícil, ¿verdad? Me ayuda pensar que con empezar a preocuparnos por esto de cuidarnos unos a otros ya estamos por el buen camino ¿Nos aplicamos el cuento? Mientras tanto, ¡cuídate!
Con empezar a preocuparnos por esto de cuidarnos unos a otros ya estamos por el buen camino
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