CUESTIÓN DE NOMBRES – José M.ª Martínez Manero

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José M.ª Martínez Manero

mtzmanero@hotmail.com

Lo reconozco, es verdadera debilidad lo que siento por los nombres, quizá hasta manía. El lenguaje es el gran monumento de la cultura. Al comenzar el curso, lo primero era meterme con los nombres de los alumnos nuevos en el instituto. Empezó como costumbre eficaz, muy productiva, y se acabó convirtiendo en tradición esperada.

La etimología creaba un clima mezcla de asombro y risas (con cierto poso de seriedad académica velada todavía a la conciencia) al ir apareciendo en la pizarra, tras la tiza, una serie de garabatos en griego o hebreo (profe, que estás escribiendo al revés), la raíz de muchos nombres. Con el significado, la sorpresa; y con la historia del nombre, personas conocidas que lo llevaban, y las desconocidas de obligado conocimiento. Más de uno se acabó reconciliando con su nombre, soportado hasta entontes como pesado tributo de familia. Y los ecos: profe, que me ha dicho mi abuelo que si sabe qué significa…

Era ir tomando conciencia de que ellos no eran fruto de la generación espontánea. Aunque no lo supieran (por eso estaban en el instituto) tenían raíces, y la clase de Religión asumía el reto de irles mostrando durante el curso que la herencia guardada en su mochila interior rebosaba vida. Solo tenían que aceptar adentrarse en la aventura.

El lenguaje es el gran monumento de la cultura

También pasa en los sacramentos. Por ejemplo, en el bautizo de la pequeña Ruth, la que me trajo el título de abuelo. Cuando el ritual señalaba el momento de las letanías de los santos. Tras los de obligada mención, fuimos invocando a los santos que compartían nombre con los allí reunidos, incluidos familiares que estaban en espíritu, algunos ya desde el cielo. Y añadíamos una breve pincelada de la vida del santo relevante para la ocasión. También invocamos el nombre de santos con presencia importante en el desarrollo de la peripecia vital de algunos de los presentes. La temperatura de la celebración sube de grados, se aviva la corriente de vida que anima a la asamblea cuando se hacen presentes en ella, con nombre propio, este nutrido grupo de excelentes amigos, los santos. Quien invoca el nombre despliega el poder de hacer presente a la persona invocada. «Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos», dice el Amigo. 

Pasa incluso cuando en el desayuno con compañeros de instituto le dices al joven barbado, profesor de tecnología, sentado enfrente: «Hola, Casanueva». «¿Cómo?» «¿Tú no te llamas Javier?» «Claro. Ya lo sabes». «Pues eso». Tras la etimología, algún rasgo significativo para la ocasión de san Francisco Javier, el navarro universal, modelo de misionero para Damián de Molokai o para Gandhi. Noto su interés creciente. Me cita para seguir la charla en otro momento.

Cuando se toma en serio, y no queda reducido a flatus vocis o mero convencionalismo social, el nombre es elemento esencial que apunta a la naturaleza de lo que nombra. Cuando queremos denigrar a alguien recurrimos con frecuencia a rebajarlo a la categoría animal (perro, cerdo, burro…). Y, por contra, decimos también de alguien que es un sol, un cielo… 

Los nombres tienen vocación de acceso a la realidad que nombran. Así lo dice el poeta. «¡Qué bien los nombres ponía/ quien puso Sierra Morena/ a esta serranía». Cuando de personas se trata realzan el que quizá es su rasgo esencial. Persona es relación. «Dicen que el hombre no es hombre/ mientras no oye su nombre/ de labios de una mujer…».

Los nombres tienen vocación de acceso a la realidad que nombran

Cercana aún la Epifanía, podemos mirar a Oriente. Y, mientras caminamos, alzar los ojos una estrella, pues está escrito: «Vendrán de Oriente… y se sentarán a la mesa del reino de Dios». Renovaremos fuerzas y amplitud de visión en nuestra vocación misionera con la historia de una joven estudiante paquistaní que sobrevivió en 2012 a un atentado de los talibanes. La bala lo único que mató en ella fue el miedo, la debilidad y la desesperanza. Mientras estaba aún en el vientre materno, su padre le contaba la historia pastún de una chica que alzó la voz y la mataron por ello. Ziauddin Yousafzai puso a su hija el nombre de una heroína popular afgana: «Ella será diferente del resto de mujeres». Ante el dilema de callar o plantar cara a quienes prohíben a las niñas la escuela, mucha gente le decía: «Cámbiale el nombre a Malala. Es triste». «No, significa valor».

Ziauddin cree en la humanidad, igualdad y perdón que enseña el Corán. Está escrito en él que la verdad debe proclamarse y la mentira debe morir. «Si no hablara me convertiría en el mayor pecador». Sin derecho a existir. Sería mejor morir.

La sombra de culpabilidad que pesa sobre el padre, proyectada por algunos, la disipa su hija: «Él solo me llamó Malala. No me hizo Malala. Yo elegí esta vida. No me la impuso nadie… y ahora debo seguir». Malala fue Premio Nobel de la Paz en 2014, con 16 años. Lo narra la película Él me llamó Malala (2015) de Davis Guggenheim.

Es natural que así sea. Somos seres fruto de una llamada. Todos. Llamados por amor, tal como somos. Todos. Dice el libro de la Sabiduría: «Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado». Nos conoce por nuestro nombre. Un nombre que precede a las palabras y va más allá de ellas, porque tiene su fuente y meta en la Palabra, presente cuando se creaba todo en el principio y se revele todo al final. Todos los libros que pudieran escribirse no acabarían de dar razón de esa vocación originaria. La Iglesia es una comunidad de escándalo. Siendo todos pecadores, es, sin embargo, una comunidad de llamados, de con-vocados en comunidad, todos, a la comunión con el tres veces Santo. Él es la Puerta siempre abierta. Nada que temer. No es fácil, para nosotros. Pero podemos invocar el nombre de la que es refugio de pecadores y Santa Madre de Dios.