Cuaresma 5C Yo no te condeno – Iñaki Otano

Como la parábola del hijo pródigo, este relato es un canto a la paciencia y a la misericordia de Dios, reflejadas en Jesús. Triunfa el perdón sobre la condena, el amor sobre la ley, las palabras sobre las piedras.

            Jesús, antes de todo, defendió a la mujer. Es una actitud liberadora. La mujer es una hija de Dios y tiene la misma dignidad que el hombre.

            Después Jesús pronuncia una palabra nueva: Yo no te condeno. Para los que solo piensan en términos de estricta ley, sin preocuparse de la persona, la palabra de Jesús es revolucionaria. Es una ley nueva, la de la misericordia.

            Y aquella palabra y aquella mirada de misericordia cambian a la mujer. Hasta ahora esta mujer vivía con una sensación de culpa que le impedía vivir en paz. En adelante, ya no vivirá lamentándose de su pasado, sino que recordará para siempre al que le ha salvado.

            No peques más, dijo Jesús a la adúltera. Pero él sabía bien que ya no volvería a pecar. Cuando Jesús perdonó a la mujer, su mirada de compasión y ternura era mucho más fuerte que cualquier ley.

            El pecador que se encuentra con quien perdona olvidará la angustia del pecado, pero se acordará siempre de quien le ha perdonado. La memoria estaba herida y clavada en el mal que había hecho. Ahora esa memoria se transforma en memoria del bien, mejor dicho, en memoria del bueno, del salvador.

            Había sucedido con Pedro y María Magdalena. Ellos recordarían toda su vida aquella mirada de Jesús. La mirada compasiva de Jesús había sido el mejor antídoto del pecado. Lo ha sido para muchos hombres y mujeres que se han sentido transformados al verse mirados por Él

            La actitud de Jesús con la adúltera nos muestra que el juicio que los demás puedan ejercer sobre nosotros no es el juicio de Dios. Aunque los demás nos consideren merecedores de ser apedreados, por encima de las opiniones de los hombres emergen las palabras y la mirada de misericordia de Dios Padre, que nos transmite Jesús. En él encontraremos siempre la comprensión y acogida que a veces nos niegan los demás.

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los letrados y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?”. Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.

Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. E, inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último.

Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. (Jn 8, 1-11)

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