CRISTO, ANTÍDOTO CONTRA LA DESCONFIANZA Descarga aquí el artículo en PDF
Hna. Inmaculada Luque
Monasterio de la Conversión
hna.inmaculada@monasteriodelaconversion.com
En el fondo fondo fondo no estamos hechos para desconfiar. Si somos sinceros con nosotros mismos, a todos nos gustaría contar con personas en la vida con las que poder ser tal como somos. Expresar, opinar, reaccionar, movernos, sentir, actuar de una manera transparente, sin temor a que por ello seamos juzgados, o de que, por eso, alguien, después, nos juegue una mala pasada. Sin tener que medirnos, sin necesidad de ser tan cautelosos, o de entregarnos por partes, poco a poco. Nos gustaría dar lo que somos, amar intensamente, entregarnos y recibir al otro. O sea, descansar en alguien, y no solo en alguien, en una persona sola, que puede ser una camisa muy estrecha para el corazón, sino en una comunidad entera, en un grupo, en la sociedad. Vivir desarmados. Deseamos amar, pero a la vez no nos entregamos porque nos lo impiden nuestras defensas, esas que ponemos de manera automática por si acaso, porque ya nos dieron algún palo y para que no nos lo vuelvan a dar.
No estamos hechos para desconfiar, sino para amar y ser amados, este es el anhelo profundo del corazón si no nos lo disimulamos, ni lo racionalizamos, ni lo banalizamos, ni huimos de él. Es el deseo más profundo si nos atrevemos a pronunciarlo en la más desnuda sinceridad. Esto lo esperamos de la vida. Lo esperamos y a veces lo buscamos de manera activa, nerviosa y hasta errada. Pero no hay manera de amar sin confiar. Quien quiera amar tendrá que exponerse con su historia, sus anhelos, sus afectos e intereses, sus noblezas y puntos débiles a la mirada, las manos, la palabra y la bondad de otro. Quien quiera amar ha de entregarse, confiar la fragilidad de su propio corazón a un tú. Solo podemos amar aceptando la posibilidad de ser heridos. Aquí está el límite y la posibilidad del amor. Aquí el riesgo, pero a su vez la nobleza, aquí la grandeza del corazón. Y de la vida. «No ser amado es una simple tragedia, pero no amar es la verdadera desventura del hombre», dijo Albert Camus.
Deseamos, por tanto, confiarnos y confiar en el otro, mirarle sin sospecha, relacionarnos sin estrategias, deseamos ver en el otro un rostro de benevolencia, ternura, acogida. Querríamos también que así no solo fuera el otro, sino la sociedad, que el mundo fuera así, un lugar seguro, confiable, donde se pudiera vivir sin alertas, sin máscaras, y sin temores. Donde esperar bien del otro.
Digo que estamos hechos para amar y para confiar, y yo lo veo, pero luego llega la vida, con sus porciones de realidad, con sus gestos y palabras concretitos, y me rompe el idealismo. El otro día se me ocurrió soltar en la mesa un comentario que ciertamente no fue muy prudente pero que desde luego no era malintencionado. Y esto fue suficiente para que una hermana lo malinterpretara, se doliera y me montara un pollo de los que hacen historia. Claro, a partir de ese momento voy con pies de plomo con ella, no me quiero ver en otro follón semejante. Me mido con ella, y a su vez la mido a ella, observo sus reacciones. La confianza sigue, pero ya está herida. Y así con un montón de cosas. Ya voy poniendo una defensa al corazón, llámalo prudencia si quieres.
Montones de cosas en el día a día nos hacen perder la confianza en los demás. La decepción o la experiencia de rechazo, por empezar por algún sitio. La historia personal se nos puede plagar de esas pequeñas desconfianzas que sumando sumando pueden hacer que acabemos tan armados, tan protegidos, que, al fin, estemos a solas en una isla muy segura, lo suficientemente distanciados de los demás. Con el corazón seguro pero estéril, sin ninguna vida que bombear.
Pero no solo eso, claro está, es lo que nos hace perder la confianza. También la situación actual, la amenaza de la guerra no tan lejana, la inestabilidad social, la corrupción política, son tales que pueden hacer cundir la desesperanza. ¿Con este percal de políticos que tenemos dentro y fuera de nuestras fronteras, con todo el panorama de la inteligencia artificial, con las noticias a veces tan inhumanas que recibimos, no crece en nosotros la desconfianza?, ¿es que no tenemos motivos razonables para desconfiar, podríamos decir?
Sí, el corazón está hecho para amar, pero la desconfianza lo amenaza siempre. ¿Y qué podrá hacer este corazón nuestro, tan deseoso y tan frágil?, ¿podemos esperar de los demás, del otro, de esta sociedad?, ¿puede esperar de mí la sociedad, mis hermanas, la gente que me quiere? Las preguntas por sí solas nos podrían blindar el corazón si nos encontráramos a solas con nosotros mismos. Pero un cristiano es alguien que ha encontrado un Tú en la vida, y que por eso vive siempre abierto, no cerrado. Jesús es el gran soñador del corazón del hombre. Él ha visto nuestra posibilidad, nos ha pedido nada más y nada menos que amemos. «Amaos», es lo que nos ha pedido. Y si lo ha pedido significa que es posible amarnos, creer en el hombre, esperar el bien de cada hombre o mujer, porque Él lo hace. Él ha sido el hombre de corazón manso, el que amó y se hizo vulnerable. El que confió en aquellos de los que todos desconfiaban, y fue esta mirada nueva sobre ellos la que les hizo cambiar, estrenar otro corazón. Esta es nuestra esperanza, en la vida y en los demás, que Él nos mira confiando. Por eso podemos mirar a los demás con ojos nuevos, por eso podemos arriesgarnos a amar, a confiar. Quien ha encontrado el amor de Dios en su vida puede vivir desde la gratitud, y no desde la deuda. La vida no me debe nada y por eso yo puedo amar primero, porque Él lo hace primero. La vida de Jesús, alegato contra toda desconfianza. Que sea, que sea en mí, que sea en nosotros.