¿CREACIÓN DE LA IDENTIDAD O VIVIR LA VOCACIÓN? – Enrique Fraga Sierra

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Enrique Fraga Sierra

enriquefragasierra@icloud.com

La creación de la identidad, aunque no de cualquier forma, sino al abrigo del Altísimo, a la sombra del Omnipotente (Sal 90,1), es el objetivo principal de la mayoría de los proyectos de pastoral juvenil. Quizás, antes de nada, merezca la pena pararnos a pensar qué queremos decir por construcción de la identidad, que no es ni como persona ni como cristiano, porque son dos realidades indisolubles, la realidad de ser y reconocernos hijos e hijas de Dios. Hablar de identidad como hijas —de Dios— es hablar de vocación, de discernir —de la mano del Espíritu Santo— qué nos plenifica, qué nos hace felices, qué nos hace mejores, qué nos humaniza, qué nos hace nuestra mejor versión o en lenguaje evangélico de qué modo podemos sacar toda su rentabilidad a nuestros talentos (cfr. Mt 25,14ss) y brillar siendo a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26).

El camino de construir nuestra identidad es abrirnos a la salvación. ¡Cómo no vamos a querer ofrecer este tesoro a nuestros y nuestras jóvenes! Es la apertura a la escucha, a que Dios obre en nosotros desplegando todo lo que somos en potencia de modo que lo seamos en acto, por ello nos plenifica, porque nos hace ser como Dios nos sueña. Esto, a veces, puede sonarnos a destino, como si Dios jugase con nuestra vida a las marionetas, pero nada más lejos de la realidad, el Dios creador nos ha hecho libres (cfr. Gn 2,16ss). Porque Dios, que nos habita en la «memoria» y está en lo más íntimo que lo más íntimo nuestro y es más elevado que lo más elevado nuestro (cfr. Confesiones III, 6,11, San Agustín), no nos maneja como títeres, sino que desde su conocimiento de quiénes somos y de quiénes podemos ser nos empuja a realizarnos, a acercarnos a Él, a hacernos también a su semejanza (cfr. Colaciones sobre el Hexaémeron, II, 5 y 6, San Buenaventura), como dice el santo a hacernos deiformes o, quizás también, a gozar de nuestra filiación divina.

El camino de construir nuestra identidad es abrirnos a la salvación

Vocación (de vocare o llamada) es el aliento de Dios en nosotros, y nuestra escucha atenta de Él para encontrarnos a nosotros mismos más plenos. No hay discernimiento más importante, necesario y que dure toda la vida que el de la vocación. Vocación que es una, como la vida, ni personal, ni laboral, ni cristiana; una vida, una vocación, una identidad. Dios nos invita a vivir una vida unificada desde la espiritualidad, eso sí, a cada cual de una manera. Porque Dios nos llama con nuestros talentos y miserias, con nuestras potencialidades, con nuestras limitaciones, con nuestros gustos y acentos, en definitiva: con nuestra humanidad, asumiéndola y elevándonos por encima de ella.

La vivencia vocacional nos lanza a la vida configurados con una quinta dimensión, ya no hay solo espacio y tiempo sino una capa de profundidad que nos hace preguntarnos por la presencia de Dios en cada realidad y en cada decisión. Este es el horizonte de una identidad formada y en construcción en diálogo con el Misterio.

¿Cómo promoverlo en la pastoral juvenil?

Empezando por el principio, por muy obvio que pueda parecer. Es decir, por plantearle a los y las jóvenes espacios en los que mirarse. Vivir la vocación tiene un componente de futuro pero que nos lanza al presente asumiendo nuestro pasado. Por lo que antes de nada es necesario conocerse a uno mismo (Sócrates). No por obvio resulta fácil y sencillo, y es que, más allá de los desafíos propios de nuestro tiempo en los que entraré más adelante, adquirir un conocimiento sincero y auténtico de uno mismo es todo un reto y es el que debemos afrontar con las y los jóvenes que tengamos la suerte de coincidir.

¿Cómo invitarlos a conocerse? Combinando nuestra tradición judía y helenística: asumiendo su historia personal que, con sus aventuras y desventuras, los configura como son, y buscando la esencia de su ser, los términos y categorías con los que pueden definirse sin encerrarse en ellos. Alcanzar conocimiento profundo de uno mismo es una bonita tarea, en la que sentir que nos encontramos nos alienta, pero que, sin embargo, también nos enfrenta con nuestras bajezas, debilidades y tinieblas, y esto es algo que nos han enseñado a evitar o al menos ignorar. ¿Pero, cómo ponernos a la escucha de Dios sin asumir nuestra limitación, debilidad e impotencia? Sería simplemente imposible.

Nuestros proyectos de pastoral juvenil deberían promover con serio júbilo experiencias y espacios en los que las y los jóvenes se encuentren y, en ese encuentro, descubran la huella de Dios en sus vidas, impulsándolos y empujándolos.

Y nosotros, adultos, no debemos olvidar que la construcción de la identidad, la vocación y la vivencia como hijas e hijos de Dios no es una tarea realizada y acabada en la pastoral juvenil, sino que es una tarea de discernimiento constante durante toda nuestra vida.

Es una tarea de discernimiento constante durante toda nuestra vida

Espacios y recursos 

Te propongo ahora un recorrido por los espacios y recursos (más allá de tratar el tema en las reuniones habituales) con los que promover que nuestra pastoral juvenil sea, en el fondo, vocacional. Me pararé solo en algunos puntos porque estoy seguro de que en este número y en el siguiente otros profundizarán en muchos de ellos.

La familia

Este es un espacio clave y que, sin embargo, ignoramos con mucha frecuencia. Si nuestros jóvenes cuentan con un entorno familiar en el que reconocerse como son, está, no solo permitido, sino valorado y potenciado y tendrán herramientas y dinámicas para expresar quiénes son y tendremos mucho camino recorrido. Sin embargo, el reto se halla en atraer a las familias y hacerlas auténticas compañeras de la educación de sus hijas e hijos. El caso más sencillo se da cuando las familias ya participan en grupos o comunidades adultas de nuestro entorno, podemos potenciar esto también, pero, cuando no es el caso: ¿cómo remar juntos?

El reto se halla en atraer a las familias y hacerlas auténticas compañeras de la educación

Experiencias «fuertes»

Las experiencias «fuertes» son un gran complemento a las experiencias cotidianas -que no débiles-, se alimentan mutuamente allanando el camino. No debemos correr el riesgo de convertirnos en generadores de experiencias «turísticas» en las que todo es fancy y atractivo, pero no logran dejar poso alguno. Tan importante será que la experiencia remueva, como que posteriormente sepamos acompañar y guiar ese movimiento interior, de modo que el joven termine por avanzar en su camino vocacional tras la experiencia. En este sentido es esencial que:

  1. Dediquemos tiempo a recoger y afianzar los posos de la experiencia que sea. No dejándolo para el último día, sino animarlos a ir anotando los ecos que se van produciendo en ellos. Pero los posos, posos son, no hay que forzar conclusiones ni compromisos precipitados. Esto podría constituir el riesgo contrario, el de forzarlo todo y no dejar a Dios expresarse a su manera, que muchas veces escapa a nuestros esquemas.
  2. Hacia su horizonte, motivemos que esos posos se traduzcan en cambios éticos, espirituales, fraternos o de misión. Sin caer en el riesgo de que si la experiencia no nos hace ser una persona distinta no ha valido la pena. En el fondo, sin la tentación de querer forzar al Misterio a revelarse en nosotros y cambiarnos instantáneamente. Simplemente impulsemos que la vuelta a la Galilea de nuestra cotidianidad sea un poquito diferente, aunque solo sea porque nos llevemos nuevos temas que rumiar.
  3. Que las experiencias tengan sentido, tanto por la edad, momento vital y situación de las participantes como por el proceso que se les anima a vivir durante el curso. Si quedase descolgada del itinerario que les proponemos la experiencia sería yerma.

Os dejo una pequeña metáfora de mi camino de Santiago. Me preguntaba hace unos días: Si pudiera caminar constantemente sin caer extenuado, ¿lo haría?, ¿tendría sentido? Y me respondía a mí mismo: no, no lo tendría si solo caminase, ¿cuándo tendría los espacios de pasar por el corazón y ver qué ecos deja la caminata de la mañana? Todo el sentido de caminar se perdería si solo caminase. Lo que hace que caminar cobre sentido pleno es que se alterna con momentos de parar, momentos de mirar el camino recorrido y ponerlo en manos de Dios.

Así deben ser nuestras propuestas experienciales: alternantes con espacios y momentos de pasarlas por la oración, la meditación y la reflexión, momentos de ponerlas ante la mirada de Dios. Respecto a las experiencias concretas lo dejo en tus manos, en tu creatividad, solo recuerda tomar el pulso a tus jóvenes antes de plantear nada. 

Acompañamiento

Este es, desde mi experiencia, el espacio más privilegiado en el que podemos promover que el joven se pregunte con sinceridad por quién es y a qué lo llama Dios. Y me parece tan crucial porque la identidad tiene una componente personal (no individual) muy fuerte. Nuestros procesos pastorales (generalmente grupales) deberían ser un punto de partida en el que las y los jóvenes se pregunten por su vocación e identidad y, a continuación, lanzarlos a un camino personal. Ese camino será mucho más fructífero si es acompañado, alejándolas de la tentación de escuchar solo su propia voz.

Por muy privilegiado que sea no deja de estar exento de obstáculos, de los que destaco estos dos:

  1. La joven y el joven piden ser acompañados pero por motivos que poco tienen que ver con el objetivo del acompañamiento. En este caso creo que, partiendo de atender al motivo por el que acuden a nuestro encuentro, será esencial perseverar y hacer nuestra la misión de guiar —poco a poco— el acompañamiento, de modo que se anime al joven a ponerse frente al espejo y aborde la tarea más importante de todas.
  2. La joven y el joven acuden a nosotros, pero, al encontrarnos, no están dispuestos a mirarse a sí mismos con sinceridad y esquivan preguntarse con profundidad mediante la dispersión, la superficialidad u otros. Nuevamente, será nuestra tarea acompañar con cariño y ternura propiciando el encuentro consigo mismo y con Dios.

Retos

Finalmente te invito a pensar conmigo en algunos de los problemas y adversidades que pueden dificultar esta cultura vocacional de la que la pastoral juvenil está sedienta. De nuevo, no me detendré demasiado en ninguno de los puntos, solo cada uno de ellos podría merecer un artículo completo.

 

Los espacios de silencio, de interioridad, de meditación son espacios de gratuidad, de esperanza, de cultivar

El ruido exterior y lo contracultural

Sin lugar a duda, la época que vivimos está dominada por la tríada de la productividad, la inmediatez y el consumo. Y, bueno, no seré yo profeta de calamidades, pero es justo reconocer que estas condiciones no son las que más ayudan a pararnos a pensar quiénes somos y a qué nos llama Dios. Los espacios de silencio, de interioridad, de meditación son espacios de gratuidad, de esperanza, de cultivar hoy para cosechar (tal vez, o no) algún día y que se oponen a los valores dominantes hoy. Si logramos vencer la inmediatez y la productividad haciendo ver a nuestros jóvenes el tesoro que encierra una vida con sentido seguirá presente la amenaza del consumo, que tanto se opone a nuestras experiencias. Nosotros ofrecemos peregrinaciones mientras nuestra época clama turistas. Los turistas pasan, se asombran y se vuelven del mismo modo buscando alimentar una vez más su sistema de recompensa cerebral con una nueva dosis de dopamina. Nuestro mundo reclama yonquis de experiencias, lo cual nos reta y reclama prudente creatividad por nuestra parte.

La comodidad de vivir dormidos

Un reto, probablemente compartido por todas las épocas, es la tentación de no abrirnos a esa quinta dimensión de la que hablaba antes, de no vivir con sentido, porque abrir los ojos es doloroso. Nos duele aceptar que somos finitos, la muerte, nuestra limitación, nuestro odio y maldad, y también ver el dolor del mundo y asumir que somos incapaces de hacernos cargo de él. Sin embargo, la alternativa es vivir ajenos a la realidad, vivir como el animal de carga cuyos tapaojos no le dejan ver más que lo que hay delante condenados a una vida impuesta por otros, sin raíces, sin preguntas, sin horizontes. Tememos hacer silencio, tememos ver nuestras tinieblas, tememos parar, tenemos mucho miedo, y ante eso mejor seguir dormidos.

Carencia de referentes adecuados y el cuidado de la diversidad

¿Qué ocurre cuando nuestras y nuestros jóvenes no encajan, cuando en plena adolescencia descubren que no son como la sociedad espera o les impone? Y, ciertamente, ninguno encajamos en los moldes idealizados de ninguna cultura o sociedad, pero siempre hay quién lo tiene un poquito más fácil y un muchito más difícil. Si nuestros agentes de pastoral son reflejo de la sociedad, «normativos», es fácil que ocurra que no tengamos referentes adecuados para que nuestros jóvenes se sientan tolerados, incluidos y puedan desplegar todo su ser sin miedo a juicios y con la confianza de ser comprendidos. Quizá la pregunta que tenemos que hacernos es: ¿por qué entre nuestros catequistas y animadores solemos tener un perfil relativamente homogéneo? ¿Es posible que, sin darnos cuenta, estemos poniendo un filtro sobre nuestros procesos y descartando a los menos normativos?

Y esto nos lleva a preguntarnos si nuestra pastoral está siendo verdaderamente acogedora e inclusiva, y por nuestra forma de ofrecer el Evangelio preferencialmente a los del margen. No leo en los evangelios que Jesús fuera a predicar mayoritariamente entre los fariseos y escribas sino entre las y los excluidos: los enfermos, las adúlteras, los pobres, los recaudadores de impuestos, los gentiles… Quizá debamos preguntarnos si invertimos más esfuerzos pastorales en unos o en otros, de qué modo cuidamos la diversidad y, particularmente, si ofrecemos encuentro con Dios y su vocación a todos, todos, todos o solo a algunos.

¿Qué ocurre cuando nuestras y nuestros jóvenes no encajan?