Fernando Negro
Somos cooperadores de la verdad; así de llanamente definía San José de Calasanz al escolapio y, por añadidura, a toda persona que educa. La verdad entendida como búsqueda incesante de la sabiduría que viene de lo alto, y que resuena en lo más profundo del ser. En definitiva se trata de la Verdad inabarcable que es Cristo el Señor Resucitado.
Somos cooperadores de la Verdad cuando partimos de una experiencia espiritual profunda que, lejos de desarraigarnos de la realidad, nos conecta con ella. Es en la realidad, en la verdad de todo lo que es, donde encontramos la huella de la Verdad que es Cristo.
Desde esta experiencia espiritual se nos da una visión nueva, un sentido de dirección gradualmente renovado por efecto del Espíritu Santo que nos moldea. Es la visión que a su vez da la certeza de que tenemos una misión que cumplir aquí en la tierra, hasta el día en que Él nos llame a su lado para siempre.
Basados en esa misma espiritualidad vamos descubriendo, desde la humildad, la verdad acerca de nosotros mismos y de las cosas. A su vez se va despertando en lo profundo del corazón una pasión que nos invita a la acción y al compromiso. Y conforme vamos asimilando esta nueva manera de ser, por la fuerza del maestro interior que es el Espíritu, aprendemos a ser educadores que transmiten la sabiduría que recibimos.
Toda la dinámica explicada en los párrafos anteriores es fruto de una experiencia, más que de una elucubración intelectual. En ella se dan los elementos esenciales que toda persona que educa al estilo debe tener.
Creo que el texto que a continuación propongo para la lectura y la meditación puede ayudarnos a entender de manera vital la definición de “cooperadores de la verdad” que San José de Calasanz nos dio:
¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la Tierra. Dame el amor único de mi escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes. Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me hieren. No me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de las que enseñé.
Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes. Dame que alcance a hacer de una de mis niñas mi verso perfecto y a dejarte en ella clavada mi más penetrante melodía, para cuando mis labios no canten más. Muéstrame posible tu Evangelio en mi tiempo, para que no renuncie a la batalla de cada día y de cada hora por él. Pon en mi escuela democrática el resplandor que se cernía sobre tu corro de niños descalzos.
Hazme fuerte, aun en mi desvalimiento de mujer, y de mujer pobre; hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de toda presión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida.
¡Amigo, acompáñame! ¡Sostenme! Muchas veces no tendré sino a Ti a mi lado. Cuando mi doctrina sea más casta y más quemante mi verdad, me quedaré sin los mundanos; pero Tú me oprimirás entonces contra tu corazón, el que supo harto de soledad y desamparo. Yo no buscaré sino en tu mirada la dulzura de las aprobaciones.
Dame sencillez y dame profundidad; líbrame de ser complicada o banal en mi lección cotidiana. Dame el levantar los ojos de mi pecho con heridas, al entrar cada mañana a mi escuela. Que no lleve a mi mesa de trabajo mis pequeños afanes materiales, mis mezquinos dolores de cada hora.
Aligérame la mano en el castigo y suavízamela más en la caricia. ¡Reprenda con dolor, para saber que he corregido amando! Haz que haga de espíritu mi escuela de ladrillos. Le envuelva la llamarada de mi entusiasmo su atrio pobre, su sala desnuda. Mi corazón le sea más columna y mi buena voluntad más horas que las columnas y el oro de las escuelas ricas.
Y, por fin, recuérdame desde la palidez del lienzo de Velázquez, que enseñar y amar intensamente sobre la Tierra es llegar al último día con el lanzazo de Longinos en el costado ardiente de amor (Gabriela Mistral).[1]
La Verdad enciende en nosotros de un ‘magis’ al estilo ignaciano. Es el ‘magis’ que en cierta manera inyecta en nuestro ser el deseo y el estrés positivo de una búsqueda que sólo acabará con el encuentro definitivo con la Verdad que es el Amado.
Por tanto amor y Verdad se dan permanentemente la mano. El amor sin verdad es una quimera y la verdad sin amor se convierte en verdugo. En cierta manera, quien ha sido herido por el encuentro de alguna partícula de verdad, ya no descansará, ni tampoco se fatigará. Juan de la Cruz (1542-1591), lo expresaba en su Cántico Espiritual bellamente:
“Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.”[2]
[1] Gabriela Mistral (1898-1957) fue una mujer nacida en Chile, diplomática, poeta, educadora y feminista. Fue la primera persona hispana en ganar el premio Nobel de Literatura, en 1945
[2] Juan de la Cruz, “Cántico Espiritual”, 11