CONSTRUIR Y DESCUBRIR LA PROPIA IDENTIDAD – Juan Carlos Gómez Ramírez S.P.

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Juan Carlos Gómez Ramírez S.P.

jgomez@escolapios.org.co

Una aproximación crítica al discurso hegemónico de la indeterminación

Pocas veces las personas somos conscientes de las implicaciones de algunas ideas filosóficas sobre la realidad cotidiana, y las consideramos meras abstracciones o elucubraciones, desapegadas de la realidad. No obstante, esta percepción está lejos de ser real. Por el contrario, las sociedades humanas son una intrincada amalgama de ideas que van pasando por diversos procesos de síntesis, complejización, sedimentación y consolidación —entre otros—, dando lugar a las estructuras, imaginarios e instituciones que luego se nos vuelven simplemente parte de la realidad tal como la conocemos.

El objetivo de estas líneas no es hacer un análisis, ni una deconstrucción, ni una arqueología del concepto de identidad, sino sencillamente señalar la necesidad de articular la construcción con el descubrimiento de aquello que somos, a la luz de la experiencia de Dios como encuentro íntimo y personal en la raíz de la dimensión espiritual y trascendente de los seres humanos. Este escenario podría arrojar luces sobre el fenómeno de la construcción de identidad, un discurso que se ha vuelto un lugar común en el mundo contemporáneo. En todas partes se habla de ello, sin tomar conciencia de que está íntimamente ligado a una postura filosófica existencialista, según la cual la existencia precede a la esencia.

Lo que queremos decir cuando decimos «yo», está radicalmente abierto a cualquier posibilidad

El contexto del discurso de la construcción de la identidad

Luego del fracaso que supuso para el proyecto de la Modernidad la nefasta experiencia de las dos guerras mundiales, la metafísica se puso entre paréntesis y la mismidad del ser dio paso a la autoconstitución del irse haciendo uno a sí mismo, a través de la agencia de un sujeto que toma decisiones. La razón monolítica, universal, formal y necesaria cedió su espacio a una sensibilidad dinámica, situada en un eterno ahora; y ello, no solamente en el plano de lo epistemológico, sino también en lo antropológico. Así las cosas, los seres humanos dejaron muy atrás la búsqueda de la esencia de ser hombre y se abrieron a la indeterminación más radical. Por ejemplo, el filósofo francés Jean Paul Sartre rechazó la idea de una naturaleza espiritual o física que determine lo que somos, nuestro destino e incluso nuestra conducta. El ser humano es —originariamente— algo indeterminado, y solo sus elecciones y acciones van formando su personalidad. En ese orden de ideas, siguiendo la postura sartreana, lo que queremos decir cuando decimos «yo», está radicalmente abierto a cualquier posibilidad.

Lo dicho se convierte en el telón de fondo de afirmaciones que a todos nos suenan muy conocidas: «cada uno puede ser lo que quiera ser»; «eres forjador de tu destino»; «no hay nada que no puedas ser si así lo decides». Y corriendo el riesgo de caer en el reduccionismo, podemos decir que en ideas como estas está erigido nuestro mundo actual en lo referente a la identidad. Claramente en esta concepción se juega una libertad absoluta, que encuentra bastante acogida en nuestro mundo contemporáneo. Sin embargo, la contrapartida de esta deseada libertad es la condena de una obligatoria necesidad de construcción. Estamos condenados a tener que construir lo que somos, pues ya nunca más estará preestablecido.

Basta con echar una mirada a los adolescentes para identificar en ellos ese vértigo emocionante de poder ser lo que quieran, pero al mismo tiempo, una angustia ineludible. ¿Cómo construir una identidad? ¿Con qué se construye? Si no existe una esencia preestablecida, ¿cuál podría ser el criterio para determinar si lo construido es acertado o no? Más aún, ¿puede siquiera existir un criterio tal? Surge entonces una desorientación existencial, una sensación de extravío y de incertidumbre que conduce a la angustia, cuando no a la náusea.

Hemos oído hablar de mujeres que decidieron ser gatos, hombres que decidieron ser reptiles, por no ahondar en las posibilidades sexuales o de género, siempre en aumento. Claramente no se trata de moralizar sobre estas realidades. Ese es el mundo en el que vivimos ahora. ¡Punto! Pero no podemos dejar de reconocer que la angustia, el sinsentido y el absurdo galopan detrás de las personas, sobre todo, de los niños y de los jóvenes, que se mueven frenéticamente en búsqueda de identidad y de un sentido de vida, sobre la base de nada.

Dando un paso más en la reflexión, cabe señalar que la única manera de construir identidad sobre la mera posibilidad, sobre la total indeterminación, es echando mano de los insumos que ofrece el contexto social. Y así es como terminamos cayendo en la tiranía de lo social, en el absolutismo de la cultura de masas. ¡Qué paradójico resulta el hecho de que nunca hayamos tenido tanta libertad para ser lo que queramos ser, y terminemos siendo todos iguales! Detrás de la apariencia de infinitas posibilidades, se esconde una única manera de existir: el progreso, el confort, el individualismo, la superficialidad, la inmediatez y el consumismo.

Detrás de la apariencia de infinitas posibilidades, se esconde una única manera de existir

Una vez más, la lectura de esta realidad no constituye una ciega crítica atrincherada en supuestos pasados mejores. Y como prueba de ello, es importante reconocer que del fondo del contexto descrito surge una posibilidad del todo valiosa: el reconocimiento de que toda construcción de identidad se da en el horizonte de la alteridad y de la relación. La construcción de identidad implica una apertura al otro que se convierte en límite y condicionamiento para la pretendida libertad absoluta. Es en esa dirección hacia donde apuntan los aportes de Emmanuel Lévinas. El otro limita mi libertad y su rostro se convierte para mí en el imperativo de no destruir su otredad. El rostro del otro establece los límites infranqueables de mi identidad, me condiciona y hasta me constriñe, pues es un contundente «no matarás».

Construir implica también descubrir

El discurso de la construcción ha de vérselas con la determinación en la que se convierten los otros, so pena de quedar abocado a la angustia existencial. Hemos de reconocer que no somos solamente un sinfín de posibilidades, sino también un sinnúmero de condicionamientos, así como una madre está determinada por su hijo o hija, o un escolapio lo está por los niños a los que se debe.

Entremos, pues, en el núcleo de la propuesta de estas páginas: la identidad no es –ni puede ser– solamente algo que se construye. Debe ser, y es de hecho también, algo que se descubre. Este autodescubrimiento hace eco de la famosísima inscripción del antiguo oráculo de Delfos, «conócete a ti mismo». Y, para zanjar de una vez la cuestión, no es simplemente una introspección ensimismada, ni un desdoblamiento sobrenatural. Es un ejercicio de reflexión sobre nosotros mismos para descubrir lo que emerge de nuestra dimensión esencial en relación. Dicho en otras palabras: las relaciones van haciendo emerger distintos rasgos de nuestro ser esencial, y a su vez, lo que descubrimos en nuestro fondo esencial se pone en juego en nuestras relaciones.

Conocerme es equiparable a optar por ser lo que soy, y siempre en relación

Descubrir lo que soy es identificar, nombrar y elegir las características esenciales que me definen, por lo que no es solamente un ejercicio intelectivo, sino que también involucra la voluntad. Conocerme es equiparable a optar por ser lo que soy, y siempre en relación. Pero no es solamente una construcción, lo cual terminaría cayendo en el foso de la producción social en masa, en la trampa de la alienación. Descubrir mi identidad es acceder a un núcleo en el cual soy lo que soy, más allá de mi pertenencia a una cultura, una determinada educación, unas experiencias concretas vividas. Todo ello será posterior a mi ser, a mi esencia, a la identidad que me es dada, y puede estimularlo o entorpecerlo, pero no crearlo ni destruirlo. Esta propuesta es una interpretación (un poco arriesgada) de la famosa expresión del filósofo español José Ortega y Gasset: «yo soy yo y mi circunstancia». Soy un yo que debe descubrirse (lo que soy), y al mismo tiempo construirse (en relación con mi circunstancia). La persona que soy es el resultado de la interacción de mi esencia personal y de las relaciones circunstanciales que me rodean. Un «yo» que reclama su actualización y ejecución, y una «circunstancia» en la cual este se encuentra inmerso y donde debe realizarse.

La identidad estaría bien representada por una elipse, con un foco en la esencia descubierta y el otro en la construcción circunstancial. Evidentemente el foco esencial suena a algo metafísico, o proyectar matices deterministas, pero es, sobre todo, un punto de referencia al cual volver siempre. El yo de mi esencia identitaria es un quicio sobre el cual construirme. No estoy obligado a ser lo que soy en ese lugar profundo, pero puedo serlo. Y a ello es a lo que llamamos la «instancia espiritual» de cada uno. No es algo etéreo, más bien es algo concreto, aterrizado y perceptible: lo que somos está dado por un conjunto de valores, rasgos positivos de la persona, unas relaciones fundamentales y una apertura a lo trascendente. He ahí nuestra dimensión espiritual, que complementa y sustenta nuestras restantes instancias biológica, psíquica y social.

En la raíz de lo que somos, en nuestro espíritu, existe un acervo positivo anterior a nuestras experiencias, aun cuando son nuestras relaciones las que nos permiten el acceso a ese núcleo esencial. ¿Cómo podría ser esta esencia algo anterior a las experiencias y aun así evitar el ensimismamiento autorreferencial? ¿Cuál podría ser la apertura que salve a nuestros jóvenes no solamente de la angustia, sino también del aburrimiento que surge del encierro egocéntrico? Nuestra apuesta es la apuesta por la experiencia de Dios. Mi ser esencial me es dado en relación. Es un regalo afectuoso de Dios en mi interior: participación de su ser divino en los profundos entresijos de mi humanidad.

Nuestra apuesta es la apuesta por la experiencia de Dios

La experiencia de Dios permite descubrir y contribuir la identidad

La experiencia de Dios está lejos de ser simplemente una creencia. Se trata más bien de una relación íntima y afectuosa que me da un conocimiento de él y de mí, muy por encima de lo intelectual, pero que no se queda solamente en lo sensible. En palabras de san Juan de la Cruz, la experiencia de Dios es «un saber con sabor», una relación directa y personal con la presencia de Dios en el espíritu humano, trascendente al plano racional y también al sentimental. Relación vivencial con Dios que me regala mi ser esencial como participación del suyo.

Pues bien, tal vez la experiencia de Dios sea la plataforma de fondo en la doble dinámica de descubrimiento y construcción de la propia identidad. Una relación en la cual recibo lo que soy esencialmente, un yo esencial, y a través de la cual me construyo para ser con otros y para otros. La íntima relación con Dios aporta a la construcción de la identidad un tono gratuito y amoroso, que se convierte en una alternativa sólida al vacío solipsista sobre el que se ven abocados a construirse los jóvenes en nuestro tiempo.

Es altamente probable que aquellos que lean este texto desempeñen roles de orientación y acompañamiento de niños y jóvenes. Por eso vale la pena apuntar que, a la luz de todo lo dicho, acompañar el proceso de construcción de la identidad será favorecer experiencias y, sobre todo, relaciones que estimulen el crecimiento y el despliegue del ser esencial. Este ha de ser descubierto en un proceso de reflexión y autoconocimiento que desemboca en la experiencia de Dios. Ello constituye un camino plausible a esa felicidad tan pretendida y tan poco conseguida por los seres humanos de nuestro tiempo. Y es que debemos afirmar tajantemente que la plenitud y realización a la que estamos llamados no se obtiene por las vías del disfrute promovidas por el ambiente social y por la cultura dominante. El proyecto de humanidad que Dios nos ha regalado en Jesús tiene que ver con la actualización de esa Vida que él crea en nuestro ser esencial, y la felicidad verdadera es cuestión de acertar con ello, de elegir ser nuestro ser íntimo con otros y para otros.

Apuntalemos lo dicho en pistas un poco más aterrizadas. Quienes estamos interesados en promover una humanidad parecida a la humanidad de Jesús, debemos empezar por descubrir en nuestro interior esa identidad que nos es regalada como participación del ser de Dios y a partir de él elegir construirnos. Si además de ello nos sentimos llamados a cooperar con ese proceso en la vida de los niños y de los jóvenes, el foco de atención inicial debe estar puesto en el tipo de relación que les ofrecemos: una relación que estimule el descubrimiento de su ser esencial; y a continuación, unas experiencias y nuevas relaciones en las cuales puedan actualizar eso descubierto. Será necesario, pues, que nos volvamos atentos al interior propio y de nuestros niños y jóvenes, y expertos en reconocer, poner nombre y reflejar —entre otros infinitos rasgos— la ternura, la bondad, el sentido de justicia, la compasión, la nobleza, el sentido estético, la agilidad, el liderazgo, la resiliencia, la agudeza, el pensamiento crítico, la autenticidad, el orden, la flexibilidad, la capacidad de adaptación, la sensibilidad al otro, o el don de comunicación que van asomándose de su fondo esencial, y que reflejan cómo Dios les está regalando su imagen y semejanza. Aunado a ello, podríamos favorecer espacios de encuentro con pares generacionales de otros contextos socioeconómicos, también espacios de escucha y compartir con adultos mayores y eminentes espacios de servicio orientado a personas y poblaciones vulnerables, siempre con la doble pregunta integradora: ¿quién descubres que eres en ese espacio de relación?, y ¿quién te hace ser ese encuentro interpersonal? Animémoslos a que se construyan no solamente desde las instrucciones que dicta el ambiente social, sino a que lo hagan siguiendo el mapa amoroso trazado en su interior por aquel que los ama y los quiere plenos, libres y amorosos con los demás.