Josep Perich
«Sí, soy simplemente un paraguas. De color negro, rojo o amarillo, con mango de madera o de acero, con empuñadura de nácar o de oro, pero, al fin y al cabo, un paraguas.
Me utiliza el niño al ir a la escuela, la mujer que sale de compras y el chico que vende diarios, el rico y el pobre, la reina y la monja, el empresario y el obrero…
Mi misión es cobijarles, tanto si están radiantes de alegría como si están malhumorados, tanto si se ríen como si lloran, tanto si son blancos como si son negros.
Siempre estoy a punto para ser utilizado. A veces me paso días arrinconado en un armario o lleno de polvo en un paragüero. Pero, si empieza a llover, no me dejan un momento tranquilo, y acabo empapado como una esponja. Claro que es lo que tengo que hacer: mojarme yo para resguardar a los demás de la lluvia. Sin quejarme, en silencio.
¡Qué bonito es ser paraguas! Ser paraguas del abuelo Ton, que me utiliza para resguardarse de la lluvia y me emplea como muleta; de la señora Filomena, que me utiliza para cubrirse la cabeza los días que hace demasiado sol; de la señorita Lidia, que me pasea muy coqueta por la calle Mayor… Y de muchos y muchos otros, como el Sr. Luis, que me olvida en cualquier parte y, si no me encuentra, grita y se desespera.
¡Qué bonito es ser paraguas! Ser paraguas abierto o cerrado, ser paraguas cuando te necesitan o cuando te arrinconan. Ser paraguas del hombre que se cree el dueño del mundo y del que no tiene a nadie que le acompañe. Ser paraguas de los que te acarician amorosamente y de los que protestan porque soy demasiado viejo…
¡Qué bueno es ser paraguas! ¡Ser paraguas de mango seguro y de tela resistente e impermeable!»
Reflexión:
Todos sabemos qué día se celebra el «día de la madre». Pero… ¿cuándo se celebra «el día de la abuela» o «el día del abuelo»? Silencio. La pregunta no tiene el más mínimo interés, ni siquiera comercial. Sin embargo, el abuelo o la abuela, más a menudo de lo que se cree, se convierten en el eje o el «pararrayos» del clan familiar.
Beatriz, es una abuela de ochenta y cinco años que vive con un hijo divorciado y en paro, a su casa van a comer sus nietos casi todos los días; a su bisnieta la lleva y la recoge de la escuela para que la madre pueda trabajar unas horas. Hace pocos días que ha hecho poner una cerradura en la despensa, ya que, entre unos y otros, desaparecía todo. Ella tiene el móvil escondido, porque que la factura se disparaba. Pero de nada le sirve ya que le hacen una llamada «perdida» y lo localizan. No me extiendo más porque todavía podría dar ideas a algún aprovechado. Sin embargo -y además- ella no ha perdido la sonrisa de cara a los vecinos, por más que la procesión vaya por dentro. Eso no es todo; no te lo pierdas: cuando entra a la iglesia sus ojitos se van hacia el buzón de Cáritas para dejar las migajas de su pensión no contributiva.
Afortunadamente hay personas de ochenta y dos años, como Jean Vanier, que nos muestran la otra cara de la moneda. Escuchémoslo hablando de él mismo, como anciano:
“A veces me descubro lleno de ira porque me siento dañado, dejado de lado, desvalorizado, poco reconocido. La vejez es un paso hacia la tierra de la comunión, hacia la debilidad aceptada. Se encuentra lo que se había perdido de niño buscando una identidad de éxito y poder; se encuentran la belleza y la sencillez de la vida cotidiana. Pero, para ello, hay que saber pasar por momentos difíciles. Yo he tenido que pasar por ellos. He tenido que aprender a vivir mis lutos”.
Deseamos que nuestros abuelos, y todos nosotros si llegamos a la ancianidad, podamos proclamar bien alto: «¡Qué bueno es ser paraguas! Ser un paraguas de mango seguro y de tela impermeable y resistente».
«El amor es paciente, es bondadoso; el amor no tiene envidia, no es altivo ni orgulloso, no es grosero ni egoísta, no se irrita ni se venga; no se alegra de la mentira, sino que se alegra con la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará nunca» (1 Cor 13,4-8).