No hace falta ser un experto ni un gran erudito para darse cuenta, simplemente encendiendo el televisor o paseando por una de nuestras grandes metrópolis, de que individual y socialmente vivimos un momento de gran confusión. Y precisamente por eso también un momento de gran desconcierto, de grandes crisis sucesivas y, en el fondo, de un gran vacío en esta época que lejos ya de ser líquida ha pasado a ser solo gaseosa. La famosa época de la posverdad o de la mentira emotiva que describe una deliberada distorsión de la realidad o de parte de la misma con el fin de configurar, modelar o incluso crear opiniones que terminan por influir en las actitudes sociales, alejándose de los hechos y acciones objetivos para dar toda la importancia y la veracidad a todo aquello que toque lo emocional o vaya ligado a las creencias personales, sean estas del tipo que sean, obedezcan a propios sincretismos o a estándares ya establecidos por quien sea.
Así todo, los jóvenes viven en una sociedad adultocéntrica en la que cada vez más los criterios impuestos, dominantes o generadores de modas, estilos y tendencias nacen de jovencísimos creadores, emprendedores e influencers que, por supuesto, antes o después, acaban siendo engullidos por quienes en realidad mueven los hilos de esta época confusa, difusa y realmente arrolladora. No faltan buenas ideas, mejores inventos, extraordinarios avances tecnológicos, desarrollos informáticos jamás antes imaginables, avances increíbles en ingeniería mecatrónica, en ingeniería eléctrica, en ingeniería mecánica, en ingeniería biomédica, en ciencias de la computación, en definitiva, en la robótica que poco a poco se abre paso entre nosotros y que todo parece indicar que se va a convertir en una compañera imprescindible a medio plazo.
Hace unos días me preguntaba un amigo: «El mundo de hoy, ¿no está un poco loco? ¿No estamos un poco desnortados? ¿Alguien sabe hacia dónde vamos?». Buenas preguntas. Difíciles respuestas. Lo que es evidente es que, para este escenario complejo, cambiante y preñado de contrastes casi inasumibles, es necesaria una conciencia moral robusta y el desarrollo de un fundamentado sentido crítico.
Una conciencia moral entendida como esa voz y fuerza interior que nos obliga a actuar de una determinada forma y que nos informa de si nuestras opciones y acciones son o no correctas. Una conciencia moral que no es otra cosa que la capacidad de juzgar no solo las propias opciones y acciones, sino también las de nuestros prójimos, es decir, la capacidad de discriminar entre lo bueno y lo malo, y de expresárselo a los demás.
Como afirma Fernando Lorente «una sociedad sin referencia última, que se queda en un mero individualismo y en despreocupación por los grandes valores comunes, está condenada a la anomia, a la desesperación (y a la desaparición, añado yo). Una sociedad sin el cultivo de proyectos éticos, de la recta memoria histórica, de las raíces éticas y de los signos religiosos que han nutrido la trayectoria anterior, sucumbirá a la desmoralización y a la violencia».
Y he aquí un asunto trascendental cuando hablamos de la conciencia moral de nuestros jóvenes y de sus criterios: ¿Dónde se les está educando a esa conciencia moral tan necesaria para saber reconocer qué somos, quiénes somos, hacia dónde vamos y cómo hemos de hacer lo que hacemos? ¿Quién está ayudando a los más jóvenes a generar criterios sólidos que les ayuden en el camino de su vida a afrontar la ingente cantidad de situaciones, decisiones y acciones que tendrán que acometer? ¿Qué criterios son los criterios que esboza el Evangelio? ¿Y cómo hacer para que no se conviertan solo en normas morales controladoras y encorsetadoras que terminan por ahogar toda libertad y apagando el Espíritu que las anima?
Las preguntas son siempre mucho más potentes y numerosas que las respuestas. Aunque lo que está claro es que todo radica en cómo estamos educando a los jóvenes y en qué les estamos formando. Y, como afirma el sociólogo Lorenzo Tébar, «si la educación no se define como una experiencia ética, deja de ejercer una misión socializadora irremplazable (…) formar criterios éticos y morales de los jóvenes exige claridad de conceptos y métodos formativos coherentes, y en todo caso la integralidad del maestro (…) deben ser los educadores, sobre todo, quienes formen sanos hábitos y den criterios que fundamenten la autonomía y responsabilidad social de cada educando, con una formación intelectual sólida que les ayude a cuestionar la trascendencia de sus actos y el sentido profundo de su existencia»” (La educación y formación de la conciencia moral de los jóvenes).
El texto del buen samaritano (Lc 10,25-37), uno de los más extraordinarios del Nuevo Testamento, nos da algunas pistas en torno a este tema de la conciencia moral, es decir, de ese «estar consciente» que significa darse cuenta de lo que ocurre alrededor. La conciencia moral como esa herramienta que nos hace capaces de percibir y distinguir qué es lo que vale, qué es lo que merece la pena para la vida, qué es lo bueno, de lo que no merece la pena, de lo malo o de lo que hay que evitar. En este fragmento del Evangelio se nos dan cuatro pistas que conforman una buena fundamentación para la conciencia moral y que establecen un claro criterio de opción y acción para nuestros jóvenes.
El texto nos dice que ante la realidad, ante esa amalgama de escenarios, frente al intuicionismo y el emotivismo reinantes que, aunque desde posturas muy diferentes, niegan que la razón sea el componente fundamental de la conciencia moral, ante la fractura social y la cultura del «todo vale», el prójimo es criterio suficiente y primero como para conformar una conciencia moral que tiene en cuenta que ante todo cuanto acontece debemos hacernos cargo de la realidad, cargarnos con ella, encargarnos de ella y hacerlo con misericordia. Es estos cuatro criterios en los que debemos formar y hacer crecer a nuestros jóvenes. El mismo Jesús los puso como ejemplo y medida de nuestra relación con los demás: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10,37).
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RPJ nº 533 – noviembre 2018 – Conciencia moral y jóvenes con criterio – Oscar Alonso
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