No es raro ver en Semana Santa o en romerías y otras celebraciones religiosas a personas intentando tocar con afán fetichista las imágenes que procesionan. Quizás los creyentes del siglo XXI hemos preferido la seguridad cálida de la madera sin vida que la Vida con mayúsculas que propone Jesús de Nazaret.
Y sin embargo él está ahí, esperando ser abrazado en esos jóvenes que luchan por la vida sobre una patera. En ese hombre que ha perdido su casa y con ella las oportunidades de ser tratado con dignidad. O en tantas personas sometidas a violencia, explotación, discriminación y miseria.
Afirma Juan Martín Velasco que «Dios solo comienza a ser Dios para nosotros cuando pasamos de conocer la idea de Dios que nos ha sido transmitida a encontrarnos efectivamente con Él en nuestra vida».
Yo he tenido la oportunidad de escucharlo hablar un día en la India a través de los labios de una niña enferma de sida, que nos leyó un poema de amor y sufrimiento que ponía música al misterio insondable de la vida.
Pude notar que me tocaba cuando entrevisté a una religiosa oblata que atiende a prostitutas y les devuelve su amor propio, su dignidad y toda su grandeza humana.
Pero estoy segura de que no olvidaré jamás cómo me abrazó en una precaria chabola a las afueras de Río de Janeiro. Allí Lucía da Luz, embarazada de su quinto hijo, me ofreció lo único que tenía: un vaso de agua recogida de la lluvia y su preciosa sonrisa. Mientras me mostraba sus cuadernos de lectura me enseñó la capacidad del ser humano para construir oasis de esperanza en medio de la ignominia. Y al despedirnos me regaló un intenso abrazo que yo recibí entre lágrimas. Era el abrazo esperanzado y amoroso de Dios. Su abrazo de salvación, hecho de carne, y no de madera ni de cartón.
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