Con mis llagas y heridas – Iñaki Otano

Segundo domingo de Pascua (A)

 

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.

Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”.

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”.

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre.  (Jn 20, 19-31).

 Reflexión:

            Jesús resucitado no esconde sus llagas y heridas. De esa forma expresa que es toda nuestra persona – con su historia, con las circunstancias vividas, con sus llagas y heridas – la que está llamada a resucitar, como ha resucitado la persona del crucificado.

Las llagas y heridas no cicatrizan fácilmente: a menudo dejan un poso de desconfianza que parece invadir a toda la persona. El decepcionado y desconfiado Tomás se encuentra con un Jesús que no oculta las llagas y heridas sufridas, pero es Jesús resucitado, transformado, que no ha dejado que venza en él la desconfianza provocada por el dolor, el sufrimiento e incluso la muerte. Sin negar nada de todo eso en su vida, la confianza plena en el Padre le ha dado la victoria en la resurrección.

Jesús resucitado no nos pide que neguemos o ignoremos la realidad, nuestras llagas y heridas con sus secuelas, sino que la asumamos, procurando ponerla en la perspectiva de la resurrección. En la vida no es tan importante lo perfecto que uno pueda ser o lo bien que le salgan las cosas como la actitud que toma ante la propia imperfección o ante el infortunio.

Por ejemplo, esa pena tan grande, que me amarga la vida y me impide vivir en paz, o esa culpabilidad por la respuesta equivocada que di en aquella situación de mi vida. La perspectiva de la resurrección me dice que esta pena mía, aunque me duela,  está también esperando la resurrección, o sea, la transformación en un encuentro de alegría inimaginable.

En el caso de la culpa, Jesús resucitado, que muestra sus llagas, me dice que no debo hundirme en un lamento estéril del pasado, sino confiar en la sanación, aunque todavía lleve marcas en mí. La culpa no debe borrar nunca la esperanza. La gracia es más fuerte que la culpa, la vida que la muerte.