CON LA MÚSICA A ESTA PARTE – Julián Muñoz Pérez

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Julián Muñoz Pérez

CRISMHOM

julian.mp@crismhom.org

Hace unos meses veía la luz la aplicación IEF que aloja los recursos del renovado Itinerario para la educación en la fe del Centro Nacional Salesiano de Pastoral Juvenil. Fue una muy grata sorpresa descubrir un material que aborda abiertamente el tema de la diversidad afectiva y de orientación sexual en clave creyente. ¿Y qué propone como dinámica a los jóvenes que se interrogan sobre esta cuestión? Pues algo tan sencillo como trabajar la canción Northeast or South (N.O.S.) de Blue Compass. Sin duda, esto es mucho más que las prevenciones y alertas sobre la carne que aparecían en los subsidios catequéticos de mi generación.

Y es que el maridaje entre música y espiritualidad es algo que no falla. Así lo recogen tanto el DF del Sínodo de 2018 como el nuevo Directorio para la Catequesis. A este respecto, el primer documento define la música como «una cultura y un lenguaje capaces de suscitar emociones y de plasmar la identidad. El lenguaje musical representa también un recurso pastoral, que interpela en particular la liturgia y su renovación» (DF 44). Vayamos por partes, porque aquí hay mucha tela que cortar.

El maridaje entre música y espiritualidad es algo que no falla

Que la música es capaz de suscitar emociones (incluso de amansar a las fieras) es algo que cualquiera puede constatar. Gracias a la música (y a la poesía, que empezó siendo cantada, luego declamada y acabó enmudecida sobre el papel) el ser humano vibra con las tres heridas que apuntaba Miguel Hernández: la del amor, la de la muerte, la de la vida. ¡Qué imagen tan fabulosa para contar el Misterio del que es Amor y Vida tras la muerte!

Me interesa más detenerme en la potencialidad de la música para plasmar la identidad, pues este es un tema neurálgico para los jóvenes LGTBI. El de la música es, aun con sus limitaciones, un mundillo que abraza la diversidad. Pensemos, por un lado, en estrellas de los ritmos latinos, como Ricky Martin (G), del folklore andaluz, como María del Monte (L), del rock británico, como Freddie Mercury (B), o de la música disco, como Dana International (T). No hay partido político, deporte o plataforma de televisión en el que sea tan fácil mencionar una representación tan amplia y abierta de las identidades sexuales sin tener que exprimirse el cerebelo. Si, por otro lado, nos fijamos en los temas, nos saldría también una buena lista de canciones abiertamente LGTBI —Mujer contra mujer (Mecano), Como una flor (Malú), Ziggy (Céline Dion), La différence (Lara Fabian) — o que se han convertido en himnos para el colectivo —A quién le importa (Alaska), I will survive (Gloria Gaynor), Y.M.C.A. (Village People) — por poner ejemplos. En definitiva: es fácil encontrar un estilo, un intérprete, una composición con los que identificarse como LGTBI.

Pero… ¿qué les llega a los jóvenes LGTBI desde el mundo pastoral? Hasta donde sé, y por fortuna, algunos cantautores cristianos hablan abiertamente del tema; pienso en Alégrense-Preocúpense (Luis Guitarra) o Una ventana abierta (Migueli), pero hay poco más donde rascar. Por supuesto, todo ello asépticamente alejado del mundo de la liturgia. Con estos amarres, es difícil que los jóvenes LGTBI encuentren un recurso pastoral en el que ver reflejadas sus emociones y plasmada su identidad.

¿Qué les podemos proponer entonces? Desde mi experiencia, lo mejor será permitirles que se expresen mediante aquellos cantos que toquen lo más profundo de su ser. Ahí está la potente versión de Kairoi del salmo 138 (Tú me sondeas y me conoces), los armoniosos cánones de Taizé (El senyor és la meva força), los alegres estallidos de Brotes de Olivo (Nada nos separará), la mirada tierna de Ain Karem (Ruah), el intimismo de la hermana Glenda (Nada es imposible para ti), la simpatía de Santiago Benavides (La mirada de Jesús)… Cantos sencillos, cantos que remiten a la Palabra, cantos que ponen los ojos en lo profundo, en lo escondido, para que aflore en alegría y confianza.

«Oye, ¿cuál es la canción que te ayuda a orar?» es la pregunta que planteo a los jóvenes LGTBI a los que acompaño. «Escuchémosla juntos, dibujémosla, pensemos en una coreografía, añadamos una estrofa y repitámosla ante el sagrario… Pongamos melodía al momento que estás viviendo, que estamos viviendo». Yendo más allá, es importante hacerles sentir que, desde su diversidad, la experiencia del amor de Dios les invita a unir su voz al coro de la comunidad. La peor sensación que puede tener un joven LGTBI es la de sentirse un verso suelto, una disonancia, un ruido ajeno a la melodía de la comunidad. No: eres música en manos de Dios, eres parte de la sinfonía de la vida. Hay que cuidar, por eso, que, sin caer el exhibicionismo, se sienta la seguridad de que se puede poner voz, ritmo y cuerpo a lo que se está viviendo y experimentando. Y, desde luego, si el joven manifiesta capacidades artísticas y musicales, animarle a que las ponga al servicio del crecimiento de la comunidad: animación musical de la liturgia, formación, etc.

No sé si algún día alguien se atreverá a cantar abiertamente música cristiana desde una vivencia LGTBI, alabando y dando gracias a Dios por el Amor, por su muerte, por la Vida de quien se sabe diverso. Sería, sin duda, un regalo del Espíritu para toda la asamblea. Mientras eso llega, nos las podemos arreglar más que bien poniendo banda sonora a nuestra vida con lo que tengamos más a mano. ¡Música, Maestro!

Eres música en manos de Dios, eres parte de la sinfonía de la vida.