Con espíritu grande – Javier Alonso

Javier Alonso

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Durante su vida, Jesús predica el mensaje del reino, instruye a sus discípulos y tiene encuentros milagrosos. En cierta ocasión, un discípulo le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos”.

 

Con frecuencia, los evangelios presentan a Jesús que busca momentos de silencio y soledad para orar. Casi siempre lo hace antes o después de tomar una decisión, dar una enseñanza o hacer un milagro. Jesús encuentra en la oración fortaleza interior para soportar con paciencia el sufrimiento. En la oración, adquiere la sabiduría necesaria para tomar decisiones correctas y transmitir la buena noticia. Agradece al Padre porque “ha escondido estas cosas [verdades del reino] a los sabios y las ha revelado a la gente sencilla” (Mt 15,25) y pide por los discípulos y por los que creerán por su enseñanza: “Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos” (Jn 17,20). La conexión espiritual que Jesús tiene con el Padre es muy intensa y la recomienda para sus discípulos: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil (Mt 26,41). En definitiva, la oración da sentido a la misión que Dios le ha confiado. Los discípulos asumieron muy bien la necesidad de tener una sólida vida para la fecundidad de la misión de anunciar el evangelio. En los primeros siglos de la Iglesia, a los maestros se les llamaba “mistagogos” que, de una forma pedagógica, introducían a sus alumnos en la experiencia del misterio de Dios. Por ello, la tarea de orientar y ayudar a crecer de modo integral requiere de mediadores humildes que sean expertos en humanidad y en lo que acontece en el mundo interior entre Dios y la persona, “maestros de espíritu”.

Un educador cristiano vive su trabajo como una misión que Dios le ha encomendado. Por consiguiente, debería buscar la fuerza y la sabiduría en el cultivo de la vida espiritual. San Agustín recomienda a los maestros: “No seáis sabios para vosotros solos. Recibe el Espíritu. En ti debe haber una fuente, nunca un depósito, de donde se pueda dar algo, no donde se acumule”. José de Calasanz escribe que “la educación requiere que el educador sea un hombre de espíritu, que tenga un espíritu grande para ayudar no solo a los jovencitos de las escuelas, sino también a los seglares, con ejemplo y doctrina, para abrazar el verdadero camino del paraíso. Juan Bautista de La Salle aconseja a los maestros que “tienen que retirarse para dedicarse a la lectura y a la oración, con el fin de instruirse a fondo en las verdades y santas máximas que quieren enseñarles, y para atraer sobre ustedes, por medio de la oración, las gracias de Dios que necesitan”.

Profundidad espiritual

Un buen maestro no es solo el que sabe mucho y tiene un buen método para enseñar a sus alumnos, sino el que tiene una vida íntegra, es ejemplo de una vida virtuosa y ayuda a los alumnos a mirar e interpretar la realidad en profundidad. La experiencia espiritual de los maestros que trabajan en la escuela católica es muy diversa. Los hay que viven la fe en su familia, en una comunidad cristiana y, de algún modo, son testigos ante sus alumnos de la fe que viven. No tienen problema especial en dirigir una oración, dar razón de su fe, llevar un retiro o ser catequista voluntario. Hay otros que viven su fe, pero solo en el ámbito privado; no la manifiestan en ámbito público por un sentido de respeto hacia los no creyentes o los que pertenecen a otra confesión. Hay excelentes maestros, pero no tienen un sentido religioso. Quizá no han recibido la fe en la familia o no han tenido la oportunidad de vivir una gozosa experiencia en una comunidad.

A los que nos dedicamos a la formación de maestros, nos preocupa el grado de profundidad espiritual con el que ingresan los educadores en nuestras escuelas y qué disponibilidad tienen para ser acompañados, pues “de ellos depende, sobre todo, el que la escuela católica pueda llevar a efecto sus propósitos y sus principios” (Gravissimum educationis 8). Para cumplir su misión, la escuela católica necesita maestros que tengan un “espíritu grande”, una sólida vida interior, maestros que sean conscientes de que, para dar frutos, hay que estar unidos a la viña, que es Cristo. Necesitamos grandes dosis de creatividad y coraje evangélico para transmitir a los maestros la importancia y la necesidad de cuidar su vida interior.