Con la llegada del papa Francisco a Roma, la periferia ha entrado por fin en el centro de la Iglesia, y así es la misma Iglesia, alentada por el Espíritu de Jesús, la que asume su deber de ser excéntrica, de salir a las periferias del mundo para encontrarse con los pobres y desfavorecidos. ¡Dejemos de mirarnos al ombligo!, parece que se nos dice, y vayamos a encontrarnos con los preferidos de Dios. Imagino que para parte de las nuevas generaciones de jóvenes, educados en la religión del cumplimiento, en las prácticas sacramentales y en la moral rigorista, esta nueva situación puede que cause cierta perplejidad. Llevamos más de 35 años de repliegue eclesial que ha afectado negativamente, entre otras cosas, a la configuración del compromiso social de los cristianos y a la inserción de esta dimensión de la identidad cristiana en los procesos pastorales y catequéticos de los iniciados.
1. Relato de una pérdida
En los años 60 y en plena efervescencia del Concilio Vaticano II, se comienza a hablar del compromiso social, se articulan las organizaciones de Acción Católica, editoriales artesanales como ZYX nutren a los militantes; son tiempos de apostolado juvenil y se descubre que nuestro país también es tierra de misión. Muchos de aquellos jóvenes serán los militantes que años más tarde ayudarán a transitar desde partidos y sindicatos la dictadura franquista hacia la democracia incipiente. No existe el voluntariado; se habla de militancia.
Los años de la transición y posteriores se anclan en una pastoral de juventud, al menos la que yo viví en una parroquia de Madrid, que hacía bueno el título de un famoso libro de José María González Ruiz, Creer es comprometerse. La fórmula era sencilla: para pertenecer a los grupos juveniles de la parroquia había que atravesar tres puertas: la de la reunión semanal de carácter formativo y de comunicación de vida, la eucaristía semanal a las 8 de la mañana antes de entrar a clase en la capilla del colegio asociado a la parroquia y la participación en algunos de los lugares de compromiso entre los necesitados: alfabetización en barrios marginales, presencia en residencia de personas mayores, hospitales, centros de discapacitados, etc. De manera inductiva, kerigma, liturgia y diaconía iban de la mano. La palabra voluntariado seguía sin aparecer. Yo pertenezco a esa generación. Una generación que nace a la fe en buena parte gracias al contacto con los que te dejan sin palabras, con los que te desarman argumentos, con los que te desnudan de certezas.
Con el pontificado de Juan Pablo II y la llegada de Ángel Suquía a Madrid la sospecha hacia el post Concilio Vaticano II se acelera y el invierno eclesial trae como una de sus consecuencias hacerse fuertes al interior de la Iglesia y descuidar el mundo en el que vivimos. Es más, el mundo es tratado desde el punto de vista de problema cultural: secularización creciente, relativismo axiológico, posmodernidad que arrincona a Dios. En este contexto, el compromiso sufre críticas de exceso de voluntarismo, peligro de alejamiento de la fe, y otras cuestiones. Ciertamente, durante aquellos años muchos compañeros de camino se quedaron en la cuneta de la decepción, el cansancio o el escaso cuidado que se tuvo con ellos. La pastoral de juventud de entonces avivaba un compromiso que pocas veces se complementaba con el necesario acompañamiento y con la graduación progresiva de la acción. Por eso, muchas de las críticas son pertinentes, pero lo que se derivó de aquello aún lo estamos sufriendo.
Las Olimpiadas de Barcelona 92 suponen el bautizo colectivo, por lo civil, del voluntariado, como uno de los cauces de participación social y servicio a la comunidad. En efecto, nace un término de la sociedad civil que organizaciones de todo tipo que trabajan en favor de los más desfavorecidos asumen propio. Entre esas organizaciones, por poner dos ejemplos, se encuentran Cáritas y Cruz Roja. De un modo explícito el voluntariado no se asocia con desarrollo de la vida cristiana sino con una opción de servicio a los demás, con independencia de credos. En todo caso, el voluntariado ha servido, por un lado, para incorporar a los jóvenes que han descubierto que lo de Jesús algo tiene que ver con el encuentro con los que sufren y con el trabajo por la justicia. Son muchos los jóvenes que tanto en sus entornos particulares como en el campo de la cooperación en países del Sur se han topado con el rostro de Dios en el inmigrante, el anciano, el enfermo de Sida, el discapacitado, los chavales de familias desestructuradas, los indígenas, etc. Eso es innegable.
Pero, por otra parte, la misma naturaleza optativa del voluntariado ha posibilitado que, sin hacer ruido, se cierre la puerta del compromiso social de los jóvenes como elemento constitutivo del ser cristiano. Creer ya no es necesariamente comprometerse. Y, si lo es, se dice con la boca pequeña. La diaconía deja de ser estructural de hecho, para ser algo coyuntural. Y a buena parte de la pastoral de juventud le pasa como a las parroquias: formación cristiana, sí; celebración cristiana, sí; compromiso cristiano, para quien lo quiera. A esta situación ayuda el hecho de que mayoritariamente los jóvenes declinan complicarse la vida allende del nido familiar y el de los amigos. La autorrealización, sentirse bien y la cultura del consumo se llevan mal con el éxodo hacia las periferias. De esta manera el compromiso social de los cristianos, inherente a la identidad cristiana, cede su lugar al voluntariado optativo de los más osados. Tremendo error. Ahí se rompe un hilo que el papa Francisco con sus gestos, palabras y acciones intenta recomponer, y que la pastoral con jóvenes que no le ha dado la espalda a la dimensión cristiana de la diaconía agradece.
Desde hace unos años, la crisis de humanidad y la precarización creciente de buena parte de nuestras sociedades ha sacudido nuestro mundo occidental. La indignación ha sacado a la calle a no pocos jóvenes y con ello, como reza el chiste de El Roto, “súbitamente todos los partidos envejecieron”. Y no sólo los partidos sino todo tipo de instituciones y organizaciones. Entre ellas las organizaciones de voluntariado. Las nuevas formas de participación social no requieren contratos ni carnets ni estructuras. Son plataformas pegadas a causas concretas: desahucios, sanidad pública, becas escolares o universitarias, maltrato a mujeres, hospitalidad con los inmigrantes, etc. En esta tesitura el voluntariado precisa nuevos encajes y modulaciones para no verse domesticado por las instituciones políticas, por las grandes empresas y por ciertos medios de comunicación.
2. Necesidad de un Evangelio vivido
Algunas de las exageraciones del pasado no pueden dar la espalda a la exigencia de que el evangelio se ha de saber vivir también a la intemperie trabajando y actualizando aquellos signos del Reino que le visibilizan y le hacen creíble en nuestro mundo. Cuidar al enfermo, visitar al preso o acompañar al inmigrante son también formas de nombrar a Dios hoy en este cambio de época en el que nos encontramos. Y en ese sentido, para no pocos creyentes el voluntariado está siendo una experiencia real de que la fe sin obras es una fe muerta.
¿Y qué es lo específico del creyente voluntario? Tratar de hacer y vivir lo que hizo y vivió Jesús. Para ello adopta las actitudes y la mirada del maestro. El voluntariado contempla la realidad de los últimos con la mirada compasiva de Jesús. Desde esa mirada se adentra en la práctica de los signos del Reino, entendiendo que es una buena noticia en especial para los que sufren y son expulsados del banquete de un mundo dominado por el dios mercado. El voluntariado, aprendiendo de Jesús, cree que a Dios sólo se le puede acoger construyendo un mundo que tenga como primera meta la dignidad de los últimos. El voluntariado, confiado en la buena praxis de Jesús, se adentra en la experiencia de sanación de los orillados en los márgenes y personas envueltas en redes de malestar a todos los niveles, para ofrecerles el calor del encuentro rehabilitador y sanador.
El voluntariado, insistimos, no hace más que intentar actualizar en cada momento de su acción solidaria, aquella imagen de Jesús que narró en la parábola del Juicio Final (Mt, 25, 31-46). Ahí no se habla ni de amor ni de justicia, sino de comida, ropa, visitar, acoger. Al voluntario de a pie estas cosas no le suenan raras ni le sitúan en un posible fuera de juego; al contrario, es su campo de juego, ahí donde se siente a gusto y en casa. De esta forma la experiencia cristiana no pasa primordialmente por la religión entendida como culto o confesión de fe sino por la compasión hacia los hermanos más pequeños.
3. Posibilidades y límites de la pastoral con jóvenes y el voluntariado
Sin lugar a dudas el voluntariado asoma como una posibilidad y una apuesta pastoral de primer orden en el campo de no pocas organizaciones de Iglesia. Los mismos jóvenes dicen de sí mismos que se sienten más felices si viven de forma comprometida en el seno de su sociedad. Y este dato hay que saber canalizarlo.
Ahora bien, no puede utilizarse el voluntariado como alternativa de convocatoria pastoral sin más, en un momento de fuerte retroceso de la presencia de los jóvenes en la Iglesia. Más aún. Un itinerario educativo de y para el voluntariado, incluso en una organización católica, no es un itinerario catequético; éste, por definición, parte de la fe inicial del catecúmeno, y plantea un proceso donde se inicie al convertido en la vida cristiana, en el proyecto de Jesús de Nazaret asumido como Señor de la Vida, de manera que se favorezca la incorporación plena del catecúmeno en la comunidad cristiana. En cambio, el itinerario formativo que se inicia con la persona voluntaria parte de la persona, sin más, sea creyente o no; de sus motivaciones iniciales, de sus expectativas; y trata de integrar, como horizonte de llegada, ese voluntariado en un proyecto de vida coherente y solidario. Si en ese recorrido la persona no creyente se ve tocada por el don de la fe y lo expresa, habrá que invitarla a la comunidad cristiana, y a los procesos educativos y catequéticos que tengan establecidos en cada caso. Pastoral con jóvenes y formación del voluntariado deberán trenzar proceso y metodologías.
Por otro lado, la construcción de una ciudadanía activa no deja de ser un elemento movilizador y apremiante igualmente para la comunidad cristiana. Cabría decir que en tanto que apuesta por la convivencia entre diferentes y defensa de los derechos de todos, la ciudadanía se convierte en un signo de nuestro tiempo, un signo que habla de la buena nueva del Reino que se hace presente y se construye con ladrillos de todo tipo, siempre que humanicen las relaciones, los espacios y el paisaje. En este caso la ciudadanía es una conquista histórica de una sociedad secularizada que en nada se opone a la confesionalidad de la fe, sino que la complementa.
Me vienen a la cabeza unas palabras que hace mucho tiempo escuché al recordado teólogo Julio Lois, cuando nos insistía, siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que la Iglesia no cuenta con una palabra única o con una solución universal para los problemas que asolan a nuestro mundo. Por ello, será necesario que los cristianos entiendan que han de pensar con los que piensan, quejarse con los que se quejan, manifestarse con los que se manifiestan, movilizándose y proponiendo con los que se movilizan y proponen, buscando las mediaciones necesarias para saber estar debidamente en la realidad y responder con conocimiento de causa. En este camino importa cultivar la conciencia de que marchamos juntos, gentes de buena voluntad, en el camino hacia un mundo mejor, que los cristianos llamamos Reino de Dios, pero que no nos hace darnos codazos con el que lo transita desde otra fuente y cuyo horizonte lo denomina de una forma diferente a la de los creyentes en Jesús de Nazaret.
Me consta que en las acampadas de la Puerta de Sol en Madrid en mayo de 2011 había jóvenes cristianos, que en las Marchas por la Dignidad, igualmente. Las formas de presencia comprometida en nuestra sociedad están evolucionando a la misma velocidad que las nuevas tecnologías. ¿Sabremos estar a la altura de estas circunstancias? ¿La pastoral con jóvenes sabrá articular el servicio a los empobrecidos a través del voluntariado junto con la denuncia profética y la caridad política? Porque todo ello constituye el compromiso social de los cristianos. Atrapados por la actual crisis global constatamos que “situaciones sin precedentes requieren soluciones sin precedentes”, tal y como advierte Amin Maalouf.
En todo caso, la Iglesia, y por ende el conjunto de los cristianos, ha de comprender que el voluntariado viene a visitar la casa de los creyentes como una invitación a salir de nuestros esquemas, a veces extemporáneos. Cuando un voluntario acompaña a los enfermos desde la ternura y el cuidado exquisito, cuando participa en el proceso de reinserción de personas presas a una sociedad excluyente y vengativa, cuando marcha a otros países en medio de las hambrunas o para cooperar en procesos de desarrollo comunitario, cuando aporta calor, café y respeto a las personas que habitan en las calles, algo nos tiene que decir a una Iglesia que en algunas ocasiones le cuesta ver los signos de vitalidad en el testimonio activo de estas gentes. Y cuando otros jóvenes cristianos participan en plataformas que tratan de evitar desahucios o se manifiestan ante un CIE para protestar por el maltrato a los inmigrantes igualmente se trata de actualizar esos signos que hacen hueco al Reinado de Dios.
La pastoral con jóvenes en tiempos de cambio epocal, deberá insistir en lo estructural, esto es, en la iniciación en el compromiso social, aunque decrezca lo coyuntural, el voluntariado como mediación social de una época determinada. Lo que tanto jóvenes como Iglesia necesitan es reclamar una y otra vez y con humildad que salgamos fuera, que salgamos a buscar al Dios de Jesús más allá de nuestras convenciones y seguridades.
4. Para continuar la reflexión
Como conclusión ofrezco los siguientes puntos para continuar esta reflexión que deberá prolongarse –ojalá– en otros foros.
“Voluntariado” es un término de la sociedad civil, secular; no es patrimonio de la Iglesia, pero tampoco de las ONGs, o del Estado, o de las empresas. Es un término participado por diversas corrientes organizadas en el trabajo por una sociedad mejor. Cada institución identifica las peculiaridades propias del voluntariado que está desarrollando. En nuestro caso, el voluntariado se vincula con la mejor tradición de la diaconía de la historia de la Iglesia.
En el desarrollo del voluntariado durante las últimas décadas ha sido esencial el protagonismo de la Iglesia en su conjunto. Muchas de las organizaciones de matriz cristiana aportan elementos organizativos, de pensamiento, de metodologías de intervención, de formación y de animación del voluntariado, que finalmente son muy valorados desde las organizaciones de la esfera civil. No somos conscientes de lo que tenemos dentro.
El voluntariado no inventa el compromiso cristiano, pero el compromiso cristiano es consustancial a la fe vivida. El voluntariado encauza buena parte de ese compromiso cristiano, hoy, como en otros tiempos se formulaba de otra manera. Hemos de estar atentos a las nuevas formas de compromiso ligadas a la movilización social. La Iglesia es buena como ONG pero torpe como movimiento social. “Armen lío”, propone el papa Francisco a los jóvenes.
El voluntariado constituye uno de los signos de los tiempos de este momento histórico, por cuanto permite desarrollar la vinculación existencial entre la fe en el Dios de Jesucristo y el servicio a los más empobrecidos.
En una situación de crisis de pertenencia de las nuevas generaciones a la Iglesia, la convocatoria al voluntariado es una magnífica puerta abierta al “Ven y lo verás” de la Iglesia. La única puerta de entrada no puede ser exclusivamente la vía sacramental-litúrgica o la catequética.
El voluntariado forma parte del área de la diaconía de la Iglesia local, y como tal es elemento constituyente. Ahora bien, el voluntariado cristiano que forma parte de las organizaciones de Iglesia comparte este espacio con personas voluntarias que dudan, que buscan, que acaso se consideran no creyentes; sin embargo, tienen claro su compromiso social a favor de otros y conocen y respetan las reglas de juego de las organizaciones eclesiales. Hoy día casi el único lugar de encuentro creíble, real y gozoso entre creyentes y no creyentes es el voluntariado.
En lo personal, el voluntariado forma parte de la expresión de una fe vivida que quiere seguir a Jesús de Nazaret: La parábola del Buen Samaritano ofrece un camino de encuentro y acción que no conduce sólo hacia tareas esporádicas en favor de los demás sino que desembocan en el discipulado de Jesús.
En lo estructural, el voluntariado compromete a la Iglesia en su deber de defender las causas justas de los que peor lo pasan. La denuncia de situaciones injustas está avalada por la labor propositiva y constructiva de un voluntariado humanizador. Este acontecimiento atraviesa lo mejor de la tradición de la Doctrina Social de la Iglesia.
El voluntariado necesita itinerarios formativos que garanticen el crecimiento personal y creyente, el análisis cualitativo y experiencial de la realidad, la apertura a la fe de quien no se sienta creyente, el saber hacer en la actividad voluntaria, la comunicación de vivencias, y todo ello vertebrado tanto desde espacios formales como no formales, en especial el acompañamiento personal o grupal. Hay que alentar el voluntariado como depósito de sentido para tantos jóvenes.
Enredados en la conectividad como cultura de relación virtual, la pastoral con jóvenes ha de bregar para favorecer la cultura de encuentro real con los afectados por la crisis de nuestro mundo.
Finalizamos. El voluntariado no es ningún absoluto, pero continúa siendo hoy una gran oportunidad para la Iglesia. Si una forma de decidir hacer es ser voluntario, nos toca decidir impulsar este hacer que actualiza algunos de los signos del Reino, hoy, aquí y ahora. Y en todo caso, si decae el voluntariado que nunca echemos a la cuneta el compromiso social de los cristianos. Si hay que primerear, que sea el compromiso social de los jóvenes entre los empobrecidos, en cualquiera de sus modalidades.
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