Aunque a menudo lo olvidemos, el rostro nos identifica, nos ayudar relacionarnos y nos hace humanos. Los rostros aparecen en las primeras figuras que suelen dibujar los niños, porque desde que somos bebés vivimos fascinados por los rostros de los demás. No es extraño que muchos escritores a lo largo del siglo pasado –estoy pensando en personajes tan reconocidos como G. K. Chesterton, Georges Bernanos o Orwell–, nos han recordado que, a cierta edad, cada uno es responsable de su rostro. Y no solo podemos utilizar a autores modernos, un sabio de la categoría de san Isidoro de Sevilla escribió en sus Etimologías que «llamamos al rostro facies por el aspecto que representa (effigie): en él se muestra toda la figura del hombre y por él puede conocerse a cada persona». Por lo tanto, no estamos ante un asunto baladí.
El filósofo Emmanuel Lévinas fue capaz de construir una ética filosófica asentada en los rostros y la alteridad. Para Lévinas el rostro del otro, «por quien yo puedo todo y a quien todo debo», me obliga a responder con responsabilidad. Nos envuelve y nos cuestiona. Estamos rodeados y necesitados de rostros. Continua el pensador judío que no hay dos rostros iguales porque estamos ante una huella de la más absoluta singularidad: somos irrepetibles. Los rostros que nos encontramos a cada paso nos cuestionan. La experiencia de contemplar en toda su profundidad el rostro del otro es central a la hora de reconocerlos y, de paso reconocernos. Por lo tanto, si queremos hablar de espiritualidad, más en el mundo plural y dinámico en el que nos movemos, necesitamos ser conscientes de los rostros de las personas con las que nos encontramos. En este sentido, no podemos desdeñar que estamos inmersos en una realidad bastante paradójica. La verdad, más si pretendemos que sea en mayúscula, ha sido deslucida por un confuso arte de la sospecha. Pero una multitud silenciosa sigue buscando espacios de seguridad. Para muchos, el sinónimo de verdad es la inmovilidad. Otros se mueven con incertidumbre a la caza de la verdad, mientras van perdiendo por el camino cualquier atisbo de veracidad. En definitiva, habitamos en sociedades saturadas de identidad que, sin embargo, se preguntan constantemente sobre su propia autoidentificación, ya sea colectiva o individual.
Hemos hecho este excurso inicial para subrayar la importancia de vivir una espiritualidad encarnada, que nos confronte necesariamente con el misterio que surge en los rostros de los demás. En la espiritualidad, aunque a veces nos cueste, reconocemos una alteridad profunda que nos trasciende y que remite a un proceso, a un camino como el que nos invita a recorrer el evangelio de Lucas. Y es que conjugar la espiritualidad en cristiano es hacerse consciente de la encarnación, de que Dios se ha hecho humano. De esta forma, nuestra relación con la trascendencia cambia necesariamente, ya que se hace presente para hablarnos de tú a tú.
La propuesta espiritual de Jesús es radical –remarcando el origen etimológico de la palabra utilizada: raíz–. Se trata de vivir desde Alguien, desde el Dios de Jesús que nos invita a nacer de nuevo en cada instante de nuestra vida. Un apóstol como Pablo fue consciente de la fuerza de este mensaje y lo expresó ante un público que lo miraba desde la distancia en el Areópago de Atenas. Y todavía lo seguimos repitiendo hoy en día: «en Él vivimos, nos movemos y existimos». Por lo tanto, el acento de una espiritualidad encarnada nos cuestiona no tanto lo que hacemos, sino desde dónde vivimos. Y Jesús al hablar del Padre utilizaba una palabra aramea que aún retumba en nuestro interior: Abbá. La fraternidad del Reino descansa en este sencillo «papá», que nos recuerda que la oración nos lleva a un centro que nos descentra.
Fue Emmanuel Lévinas quien insinuó que no fuimos hasta que unos ojos femeninos nos observaron. Esta afirmación podría ser considerada una boutade más, pero todos somos capaces de reconocer la carga de verdad de estas palabras. Nosotros, como hijos y hermanos, también somos conscientes de ello desde una vida en Dios. Nuestra fuente espiritual nos llama a vivir fraternalmente y da el color característico que toma nuestra misión. Tendremos que repetirnos, por tanto, que una espiritualidad encarnada debe ser entendida no en lo que se hace, sino desde dónde se hace. Y desde el Dios de Jesús los cristianos descubrimos que nos ama con una pasión gratuita y que redimensiona cualquiera de las experiencias humanas. Un Dios que está en nosotros y en los demás.
Jesús recordó que la entrada en el reino de los cielos radicaba en volverse como niños. No lo solemos ligar a la espiritualidad, pero este hecho está íntimamente conectado. De ahí debe nacer una propuesta de espiritualidad que es de todo menos infantil –al menos en el sentido negativo habitual del término– porque comportarse como un niño sirve para limpiar nuestro ego y acercarnos a Dios para descubrir su rostro. La oferta cristiana es vivir desde una misericordia gratuita que hace que nuestro rostro sea el del Padre. Nos permite descentrarnos con humildad, porque cuando buscamos la plenitud desde Dios nos dejamos iluminar por su rostro y la mirada que nos devuelve como luz. Como el Amor, una espiritualidad encarnada se asienta en la mirada, al encontrar los ojos de la otra persona. No podemos olvidar, como nos recordaba Simone Weil, que el único amor es el que se dirige a lo más frágil de la persona amada. Somos, por tanto, juntos en la fraternidad de sabernos hijos en el Hijo.
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RPJ nº 526 -Cómo vivir una espiritualidad encarnada – Joseba Louzao
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