A veces tenemos la tentación de creer que los grupos humanos (y los procesos pastorales) son realidades estables, estáticas, fáciles de comprender y de dirigir. Pero, me temo, eso son nuestros deseos. Nada está más lejos de la realidad. Los grupos son seres vivos que evolucionan, maduran, sufren crisis y se adaptan a los cambios que inevitablemente aparecen tanto en el entorno del grupo como en las personas que lo componen. Por ello, toda propuesta pastoral es un proceso de acompañamiento, no un currículum cerrado de conocimientos a transmitir. Y esto significa también que, a la hora de dinamizar un grupo, no basta solo con conocer las características de las personas que lo componen (número, edad…) para aplicarles «lo que toca», sino que también es imprescindible tomar conciencia del momento en el que se encuentra el grupo en su historia.
¿Cuáles son esas etapas, esos momentos vitales en la configuración grupal? El relato de Emaús (Lc 24,13-35) nos puede dar las claves básicas de acompañamiento grupal, y Jesús, en su forma de actuar, nos ejemplifica a la perfección el rol que debe tomar el animador del grupo.
Grupo en formación: momento de acoger
«Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús (…). Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos».
Un grupo nace cuando diferentes personas se encuentran en el camino. Puede ser un encuentro casual, puede ser que estén buscando cosas similares, puede ser que sean desconocidos, o que haya personas que ya han vivido experiencias juntas. Jesús se acerca a los dos que iban camino de Emaús. Uno nuevo en el grupo. No es difícil imaginar el cruce de miradas, el saludo con el gesto, los primeros silencios incómodos…
El momento de la acogida es el que define si el grupo sale adelante o se queda en solo una idea. Supone la primera impresión que se van a llevar las personas que quieren formar el grupo, y es importante, por tanto, que se sientan cómodas, a gusto y, sobre todo, con ganas de unirse a un proyecto. Por ello, debe haber algo especial, algo nuevo, diferente a lo vivido, que me haga que merezca la pena el grupo.
Las dinámicas para acompañar este inicio de grupo tienen que ir fundamentalmente dirigidas a eliminar esos silencios incómodos y esos cruces de miradas. Tienen que ser, por tanto, dinámicas que fomenten la participación de cada persona, en un tono desenfadado, integrador, en el que nos sintamos «como en casa». Es bueno, además, que sean dinámicas cortas, de ritmo rápido. En este momento del grupo tiene más valor la diversidad de actividades que la profundización en el contenido de las dinámicas.
Como Jesús, el animador debe hacerse aquí el encontradizo. Es el que acoge al que llega sin cuestionarle nada, sin pedirle credenciales, sino que se pone a caminar a su lado, haciendo el camino juntos. Es un mediador que ayuda a que los participantes se sientan bien unos con otros, que empiecen a conectar, a sentirse valorados y aceptados. Y realiza esta función con creatividad y, especialmente, con la habilidad de adaptarse a las situaciones que vayan surgiendo, que con frecuencia son difícilmente predecibles.
Grupo que comienza a andar: momento de conocer
«Pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran».
Ya hemos decidido avanzar juntos como grupo, hemos roto esta reticencia inicial, nos sentimos parte de un proyecto, estamos a gusto. Pero aún el conocimiento de nuestros compañeros de camino es muy superficial. Como nos comentan en el relato de Emaús, tenemos los ojos tapados a la realidad del otro.
Si queremos que nuestro grupo realmente sea un lugar de encuentro y de compartir es necesario avanzar en el conocimiento profundo del otro. En este momento se consolida el grupo, se profundiza en la historia de cada uno, y en las razones que los llevan a seguir formando parte del grupo. Si no logramos dar ese paso, el grupo se siente rápidamente agotado. No hay alimento, no hemos logrado tocar la vida y, si solo es pasar el tiempo, hay cientos de formas más rápidas y sencillas para lograrlo.
En este momento de la vida del grupo son fundamentales las dinámicas de conocimiento y de confianza. Y hay que saber realizarlas de un modo procesual, comenzando por aquellos aspectos más superficiales (lo que muchos ya conocen de nosotros, listados de cualidades y defectos, qué es lo que mostramos de nosotros y lo que no), y poco a poco profundizando en la persona. Así, por ejemplo, es un momento clásico para trabajar la ventana de Johari, con distintos niveles de profundidad en función del grado de madurez del grupo.
Aquí Jesús, el animador, se deja interrogar, se hace el despistado, deja que sean ellos los que cuenten lo que sienten, cómo se sienten. El animador aquí debe ser capaz de conseguir un clima de intimidad, de acogida seria, profunda, para que los chicos se abran, confíen y sean, a su vez, personas de confianza. Y para ello es fundamental una escucha permanente y activa por parte del animador, la capacidad de ver en los participantes más de lo que muestra la vista, llegar a ver su corazón. Es un momento de una riqueza increíble, un auténtico regalo de vida. Y eso, no se logra ni con Twitter ni con WhatsApp. Eso solo lo encuentro aquí. Y merece la pena. Es el momento en que puede empezar a brotar la experiencia de la fraternidad.
No acaba aquí el proceso… queda el momento de crecer, de proponer y, al final, de optar por una forma de vida en la que todo es fraternidad. Pero de eso hablaremos en el próximo número.
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RPJ nº 528 – Cómo dinamizo un grupo de pastoral (I) – Jorge Isidro de la Cruz
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