Ciencias, creencias y otras verdades – Ramón María Nogués

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Ramón María Nogués

RamonMaria.Nogues@uab.cat

La noción de «verdad» es altamente controvertida en la historia de la cultura. Y sigue siéndolo. Desde el punto de vista evolutivo cada animal posee un cerebro que le habilita para sobrevivir en su ambiente. También los humanos, aunque dotados de una inequívoca singularidad que es la capacidad de razonar. Un cierto sesgo interpretativo llevó a la modernidad europea a creer que esta singularidad era la única que habilitaba radicalmente para conocer la «verdad», anulando además todas las otras millonarias competencias cerebrales y mentales con las que la evolución nos dotó, para adentrarnos en la «verdad». Este planteamiento ha llevado a que popularmente se considere que solamente la ciencia es competente para conocer la «verdad». Desde el punto de vista de la neurobiología evolutiva el panorama es mucho más amplio y diverso. A continuación, comento tres puntos que me parecen interesantes para debatir el tema. 

  1. El cerebro y la mente humanos son complejos y polifacéticos

El cerebro es tremendamente complejo. Suele decirse que es la «otra» complejidad una vez considerado el universo. Decenas de millares de millones de neuronas y células gliales se amontonan ordenadísimamente en este kilo y medio escaso de tejido blando que alberga nuestro cráneo y que manifiesta una sorprendente capacidad, entre tenue y maravillosa, que llamamos mente. La mayor parte de este cerebro la compartimos con nuestros parientes no razonadores que son los grandes primates y muchos otros animales, y garantiza que funcione todo el organismo. Aparece en los humanos además un «lujo» mental (limitado) que es la capacidad de razonar. Pero esta capacidad está «empotrada» sobre un zócalo cerebral arcaico formidable que sigue siendo fundamental. En él residen básicamente las emociones con su inmenso poder, los deseos, la memoria, el sueño y otras muy sutiles capacidades que garantizan la infraestructura de lo que llamamos vivir. Todo ello «es verdad» en la vida.

Contemplando el cerebro–mente humanos y su complejidad podríamos distinguir una «verdad conceptual», referida fundamentalmente al razonamiento aplicado al análisis de «cómo son las cosas», y una «verdad integral”, que expresaría la satisfacción vital (bienestar) que cada uno aspira a instaurar en su vida. Solo ya con esta distinción podemos entender que la «verdad» puede referirse a diversos niveles de comprensión, satisfacción, convicción o emoción que acompañan nuestra experiencia. Accedemos a la verdad cada vez que interiorizamos una comprensión profunda de nuestra presencia en la realidad, a través de alguna de las formas de percepción de las que disponemos. Así, una relación amorosa o una experiencia estética pueden resultarnos tan «verdaderas» como la comprensión de una fórmula matemática (que también incluye aspectos estéticos o emocionales). Por aquí llegamos a la noción de «polifacetismo» que implica el análisis de la mente humana. Algunos han comparado la mente humana integrada al funcionamiento de una orquesta. Para que la obra musical interpretada aparezca armónica y exprese adecuadamente la melodía correspondiente, hace falta que cada instrumento actúe en su momento y no intente una actuación impertinente. Así, la mente humana integral supone que se armonicen siempre aspectos sensoriales, cognoscitivos, emocionales, memorísticos, estéticos, éticos y, por supuesto, los racionales que tutoricen el proceso. El conjunto supone un carácter polifacético complejo del funcionamiento de la mente humana y la finalidad de sus funciones apunta tanto a la satisfacción vital como al acceso a la «verdad».

  1. La realidad es «misteriosa»

Quien afirmaba que la realidad era misteriosa era Albert Einstein, mito científico universal. Y lo afirmaba para destacar que nuestra comprensión de la realidad no lo era de la realidad absoluta sino de lo que nuestra capacidad mental (limitada) nos permitía entender. Efectivamente, hoy comprendemos que los datos fundamentales de la ciencia pueden ser estrictamente contraintuitivos e incomprensibles en su esencia, aunque los describamos. Pongamos el caso del Big Bang. Con una sorprendente superficialidad hoy tratamos este interesante aspecto astronómico como si fuese una vulgaridad accesible a todo el mundo. La realidad es que los astrónomos lo describen, pero nadie es capaz de entenderlo en profundidad (cómo hace entre 13 o 14 mil millones de años todo el universo que vemos estaba reducido a un punto singular) y, hoy, hasta los críos creen que lo entienden y hablan de ello como si estuviese a su alcance. Tal «credibilidad» recuerda las posturas acríticas con las que hace años se admitían afirmaciones de antiguos clérigos o doctores.

Una ciencia respetuosa requiere capacidad de asombro y conciencia de limitación para poder quedar respetuosamente abierta al cambio y a la posibilidad de que otras dimensiones (también respetuosas y alejadas de dogmatismos) puedan complementar sus importantes puntos de vista). Aceptar el «misterio» no es pues una confesión de anti-intelectualismo, sino el reconocimiento de que nuestra capacidad mental es por definición el fruto de una evolución darwiniana que no tiene por qué dar lugar a una comprensión absoluta de la realidad sino a una comprensión limitada y relacionada con la supervivencia de la especie. Y parece que, a veces, ni para eso, vistos los comportamientos no sostenibles que adoptamos los humanos.

  1. Poniendo orden con los sistemas simbólicos

Para evitar el caos que se podría producir entre una mente «abierta» y polifacética y una realidad «misteriosa», los humanos construimos estructuras que nos permitan dialogar entre el complejo mundo subjetivo y una realidad huidiza hacia fuera del espacio y del tiempo y más allá de la confortabilidad de la forma antigua de concebir la materia, hoy expulsada hacia los movedizos campos de las ondas electromagnéticas y las indeterminaciones cuánticas. Estas estructuras son los sistemas simbólicos. Entre ellos hay que señalar como muy importantes las ciencias. Modelizan la realidad (por ejemplo, a través de las matemáticas) y ponen orden en lo que vemos.

Pero nuestra mente trabaja con otros sistemas simbólicos muy importantes. Entre ellos destacan los que simbolizan las razones últimas que pueden dar sentido a la vida, tarea importantísima en la que la ciencia no tiene competencias fiables. Es el papel de las religiones y las espiritualidades a través de sus relatos simbólicos. Las buenas religiones y espiritualidades han animado, y siguen haciéndolo, el quehacer de la mayoría de los humanos, aunque en pequeñas zonas culturales como, por ejemplo, Europa, sufran en este momento una crisis que se manifiesta en una turbulencia cultural que, por cierto, no destaca por su capacidad de ilusionar con objetivos vitales de calidad, y manifiesta importantes debilidades espirituales, encerrada en un espasmo de autoprotección.

Otros sistemas simbólicos acompañan a los citados. Es el caso de las filosofías, que en su amplia variedad que se extiende por existencialismos, materialismos, idealismos, hedonismos, estructuralismos… intenta poner orden en las formas de entender realidad y convivencia. También es importante el papel de los sistemas éticos que proponen horizontes de mejora de la convivencia humana y el establecimiento del respeto y la justicia entre sexos, sociedades, culturas, tradiciones, lenguas… Y aún habría que citar por su significación gratificante a los sistemas estéticos que, a través de la palabra, el arte musical o las diversas formas plásticas, destacan la belleza que ilumina los contornos no siempre satisfactorios del vivir.

La postura que considera que solamente la ciencia puede satisfacer el anhelo del espíritu humano suena hoy neurobiológicamente a una reliquia algo decimonónica. Hoy apostaríamos más bien por una convergencia de sistemas simbólicos de calidad que puedan dar satisfacción a las distintas dimensiones de una verdad personalmente vívida y que intenta situarse con sentido, atendiendo desde horizontes variados, a la difícil tarea de vivir. Hoy, ciencias, religiones, espiritualidades, filosofías éticas y estéticas de calidad son convocadas para asistir al despliegue personal y cultural de este sujeto humano cuyo punto focal está mal definido por causa de su riqueza mental liberada del estereotipo animal. Y todos estos sistemas simbólicos constituyen potentes experiencias de acceso a la verdad, es decir al reto de comprender integralmente la realidad. Y concretamente las creencias sanas, es decir liberadoras, son vigorosas y terapéuticas constructoras de «verdad» y sentido.

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