CIEGO Y UN PARALÍTICO (UN) – Joseph Perich

Joseph Perich

Se cuenta que en una gran ciudad de la India, entre la miseria y la desesperación, vivían un paralítico y un ciego, más pobres que las ratas y abandonados de todo el mundo.

El paralítico, como mendigo, se arrastraba por el suelo de la calle pidiendo sin que nadie le hiciera caso.

El ciego, que se enfadaba por cualquier cosa, no tenía guía, ni aprecio de nadie, ni tan solo un perro que le acompañara.

Un día, el ciego llegó a tientas a la esquina donde yacía el paralítico. Al oír sus gritos y lamentaciones se conmovió. El ciego dijo al paralítico:

-Tú tienes tus males y yo tengo los míos. Unámonos y a lo mejor serán más soportables.

El paralítico respondió:

-¡Ay! ¿No sabes que no puedo dar un paso y tú no ves? ¿De qué servirá unir nuestras penas?

Respondió el ciego:

-Oye, entre los dos tenemos todo lo que nos hace falta: yo tengo unas buenas piernas y tú tienes unos buenos ojos. Yo te llevaré a hombros y tú me guiarás; tus ojos orientaran mis pasos y mis piernas irán allí donde tú me digas. De esta manera, sin que nuestra amistad se rompa discutiendo quien es el más útil de los dos, yo caminaré por ti y tú verás por mí.

TEXTO:

A menudo los medios de comunicación nos impactan con imágenes de algunas personas discapacitadas capaces, a fuerza de voluntad, de hacer proezas individuales. El comentarista a veces suele rematar el reportaje con la lapidaria frase: «Querer es poder». ¡Pues no es así! Es más, esto puede crear mucha frustración en personas que se preocupan, ya que, por más que se esfuercen, no lo conseguirán. Como si hubiéramos sido creados para ser autosuficientes, cuando el encanto de nuestro vivir es aceptar nuestras diferencias o carencias y descubrir que afortunadamente somos complementarios.

Todavía vive una abuela de Germans Sàbat (Gerona) que, de joven, inscribió su hijo a la catequesis. El cura le propuso hacer de catequista. De entrada, se negó. Sabía muy bien que era analfabeta y no quería quedar en evidencia. Poco después regresó, ahora sí, para ofrecerse de catequista. Había encontrado la solución. Su propio hijo le leería en casa una y otra vez la lección, hasta aprenderla y así ni el cura ni los niños se darían cuenta de su handicap. El niño guardó el secreto de su madre y aquel grupo fue de los más eficientes a lo largo del año. Huelga decir el impacto motivador que recibió aquel hijo para toda su vida y el crecimiento humano -espiritual de aquella madre, nada analfabeta como maestra de vida.

Cuánta razón tenía el ciego del cuento: » yo caminaré por ti, y tú verás por mí». Lo queramos reconocer o no, todos sufrimos discapacidades y, al ir haciéndonos mayores estas aumentan. Se trata de aprender a convivir con ellas, y a trabajar la dimensión comunitaria del propio carisma o don. De lo contrario, eres un «hueso fuera de lugar», lo pasas mal y puedes ser un problema para los de tu entorno. Como nos indica un viejo dicho: «En lugar de lamentaciones hay que buscar soluciones».

Un hermano de una chica discapacitada me dice: De mi hermana he aprendido que no hay peor discapacidad que la discapacidad afectiva que sufre mucha gente que se considera «normal y capacitada». He aprendido a tener paciencia y a tolerar la frustración; también que nos podemos divertir juntos, porque utilizamos el lenguaje del amor y la complicidad de hermanos.

Cuando reconocemos y promovemos los derechos de los más débiles, estamos reconociendo y promoviendo nuestra propia dignidad.

 «Si, pues, yo, que soy el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que como yo os he hecho, lo haga también vosotros» (Juan 13,14-15).