Joseph Perich
Dos amigos se encuentran y uno comenta en tono de queja:
–Mi madre me llama mucho por teléfono para pedirme que vaya a hablar con ella. Yo voy poco y siento que me molesta su forma de ser. Ya sabes cómo son los ancianos, cuentan las mismas cosas una y otra vez.
Además, nunca me faltan compromisos: el trabajo, los amigos…
– Yo en cambio –dijo su compañero– hablo mucho con mi madre. Cada vez que estoy triste, me voy con ella; cuando me siento solo, cuando tengo un problema y necesito fortaleza, acudo a ella y me siento mejor.
– Caramba – se apenó el otro -. Eres mejor que yo.
– No creas, soy igual que tú – respondió el amigo con tristeza -,visito a mi madre en el cementerio, murió hace tiempo, pero mientras vivía, tampoco yo iba a visitarla para hablar con ella y pensaba lo mismo que tú. No sabes cuánta falta me hace su presencia, cuánto la echo de menos y cuánto la busco ahora que ha partido. Si de algo te sirve mi experiencia, visita a tu madre y habla con ella, hoy que todavía la tienes. No esperes a que esté en un cementerio porque allí la reflexión duele hasta el fondo del alma, porque ya nunca podrás hacer lo que dejaste pendiente, será un hueco que nunca podrás llenar. No permitas que te pase lo que me pasó a mí.
TEXTO:
Cada año, por Todos los Santos, muchos tenemos la costumbre de ir al cementerio en familia y sin prisa. En las manos unas flores, un alambre, un martillo, un trapo… y poco más. Bueno, sí, y mucho más: un recuerdo gratificante del padre, de la madre, del abuelo, de la abuela… Y todos manos a la obra: uno saca las flores marchitas de la lápida, el otro la limpia del polvo acumulado, otro refuerza un clavo, el otro enrosca el alambre para sujetar el ramo de flores… Hacemos un semicírculo, silencio, recuerdos emotivos, una lágrima que no acaba de surgir, un padrenuestro, más silencio… No sé por qué, pero resuena en mi interior el » Santa noche, plácida noche «, como si me encontrara ante aquel Belén familiar navideño en el que cada uno, como cada año aporta su «granito de arena»: corcho, piedras, musgo, estrella, María, José, el Niño Jesús…
Todavía me pregunto: ¿si en el fondo, la muerte y el nacimiento no se dan o se darán la mano? Escuchemos al poeta Joan Maragall:
Y cuando venga esa hora de temor
en que cierren estos ojos humanos
abra de él, Señor, otros más grandes
para contemplar Tú faz inmensa
Sí, la muerte es el mayor nacimiento.
Los que ya no están con nosotros no quieren nuestra tristeza. Quieren que afrontemos la vida, que la llevemos adelante. Ellos, de alguna manera, vivirán a través nuestro y su vida nos dará coraje. Más que buscarlos entre los muertos, busquemos en todo lo que existe, porque ellos y nosotros vivimos juntos.
Así lo expresaba un joven unos días antes de su tránsito: «Si me voy antes que tú, no llores por mí ausencia; alégrate por todo lo que hemos querido juntos».
Por lo tanto no esperes, «los padrenuestros en vida, amigo, en vida». Me refiero a nuestros seres queridos, ¿padres y abuelos? Sí, pero más allá también hay personas a las que amar. A menudo despreciamos la ternura o la estimación que otras personas nos regalan. A menudo «pasamos» de personas que nos reclaman un gesto de amistad o de humanidad hasta que nos damos cuenta que ya no las tenemos entre nosotros. Entonces todo son «prisas» para coronas, lamentaciones, lágrimas, alabanzas, recordatorios, elogios… «¡En vida, amigo, en vida!».
Este año, cuando volvamos al cementerio y hagamos la reunión familiar ante la lápida, traeré a la memoria los versos del poeta mosén Cinto Verdaguer:
Y con los labios fríos, parece decirnos:
«No lloréis el tránsito de mi muerte.
¿Por qué en tan corto viaje despedirnos,
si yo espero salir a recibiros? » .