CACHORRO Y EL CONEJO
Joseph Perich
Un padre de familia compró un conejito para sus hijos. Los hijos del vecino pidieron también a sus padres una mascota y les compraron un perro pastor alemán.
-Temo que tu perro un día vaya a comerse mi conejo – dice al vecino.
-¡De ninguna manera! mi pastor es cachorro. Van a crecer juntos, harán amistad.
Era normal ver al conejo en el jardín del cachorro y vice-versa. Crecieron juntos y fueron amigos.
Un día el dueño del conejo fue a pasar el fin de semana a la playa con la familia.
Este mismo día los dueños del cachorro estaban merendando y entró su pastor alemán a la cocina. El perro, traía al conejo entre los dientes, sucio de tierra y muerto.
Llenos de indignación casi mataron al perro de tanto golpearlo. Se decían:
-Los vecinos tenían razón. ¿Y ahora? ¡Están por llegar!
El perro se quedó aullando afuera y lamiéndose las heridas recibidas de su dueño. Se decían:
-¿Cómo se van a poner los niños de nuestro vecino? Vamos a lavar al conejo, dejarlo limpio, después lo secamos con el secador y lo colocamos en su casita.
Y así hicieron. Hasta perfume le pusieron al animal.
-Parece vivo – dijeron los niños.
Luego vieron a los vecinos llegar. Notaron los gritos de los niños.
No pasaron cinco minutos que el dueño del conejo vino a golpear la puerta, asustado. Parecía que había visto a un fantasma.
-¡El conejo, el conejo!…Murió el viernes, el día antes de irnos a la playa. Mis niños lo enterraron en el fondo del jardín y ahora apareció!
El personaje de esta historia es el perro. Después de mucho buscar, desde el viernes, al conejo, su amigo de infancia, lo encontró muerto y enterrado. Probablemente con el corazón partido, desenterró al amigo y fue a mostrárselo a sus dueños, imaginando que podrían hacerlo resucitar.
A las ocho de la mañana, paseando por el parque de Ca la Guido, respirando la frescura de un nuevo día, mientras vas desgranando una oración de acción de gracias… En una distracción te «comes el tarro»: ¡serás el único de este barrio pagano que se encomiende a Dios! De pronto, sin embargo, aparece una «marchosa» abuela de ochenta y dos años, procedente de la «ruta del colesterol», que pasando me comenta: «ya llevo una hora andando y no he parado de echar «piropos y jaculatorias al de arriba».
¿Cuántas veces no hemos perdido un objeto y se enciende súbitamente la lucecita roja de la alarma, poniendo en entredicho a los colaboradores más directos? Pero, poco después, lo que parecía un robo sólo ha sido un olvido. ¿Cuántas veces hemos criticado a alguna persona que no nos ha saludado, sin que la otra tuviera conciencia de habernos visto? ¿Cuántas personas han sido encerradas erróneamente en prisión o incluso condenadas a muerte?
Diariamente convivimos con malentendidos que pueden desestabilizar nuestra vida. La mitad de nuestros errores nos pasan por dejarnos llevar por los sentimientos y no por una lectura reposada y razonada de lo que nos pasa. Tendemos a juzgar los hechos sin antes verificar cómo ocurrieron.
«Leemos mal lo que pasa en el mundo y después decimos que el mundo nos engaña» (Rabindranath Tagore).
¿Cuántas veces sacamos conclusiones equivocadas de las cosas, causamos un sufrimiento a los demás y nos sentimos los dueños de la verdad?
Si de verdad queremos el bien de las personas, debemos de abandonar los malentendidos y prejuicios que nos atenazan para rehacer la confianza de los unos hacia los otros. Sólo es posible si somos capaces de creer que:
- No tenemos toda la razón y podemos aprender de los errores y los fracasos.
- Los que no ven las cosas como yo, tienen una historia diferente de la mía, también son depositarios de buenas semillas y pueden aportar una ayuda complementaria e indispensable.
- Vale la pena ponerse al servicio del bien común sin intereses y desde la gratuidad.
Jesús aún va más allá: «vosotros sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo que vivís? (Lucas 12,56)
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