Óscar Alonso
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Siempre recuerdo con cariño y hasta llego a conmoverme profundamente cuando rememoro una película de los años noventa, titulada Un lugar en el mundo, de Adolfo Aristarain. Esta película, que se desarrolla en un pequeño pueblo argentino amenazado por la construcción de una presa, es una historia repleta de historias, de conversaciones profundas, de búsquedas de sentido, de relatos vocacionales personales y comunitarios, de sueños y de compromisos que solo puede llegar a entender aquel que se encuentre buscando su vocación o que ya se haya dejado encontrar por la suya.
El «lugar en el mundo» es precisamente eso: la propia vocación. Hay en esta película una conversación que quiero rescatar aquí y que dice:
–Me gustaría que me dijeras cómo hace uno para saber cuál es su lugar.
–Yo por ahora no lo tengo. Supongo que me voy a dar cuenta cuando esté en un lugar y no me pueda ir.
–Supongo que es así.
El «lugar en el mundo» de cada uno es su propia vocación. Aquello para lo que uno se siente llamado. Aquello por lo que merece la pena dejarlo todo y quedarse solo con eso. Aquello en lo que uno descubre la verdadera alegría y la felicidad más completa, a pesar de las dificultades y de las amenazas que todo proyecto vital siempre comporta. Ojalá los lectores de estas líneas tengáis la oportunidad de poder visionar esta película que habla, fundamentalmente, de vocación y vocaciones.
Lo primero que tenemos que hacer es preguntarnos qué es eso de la vocación, de tener vocación, de encontrar la propia vocación. El término «vocación» proviene del latín (vocatio, -onis, acción de llamar) y significa la inclinación a un estado, a una profesión o a una carrera. Es, por tanto, un término que necesita de algo externo a uno (lo que llama, el que llama) y de uno mismo (al que le llama la atención, el que es interpelado) para poder responder. Cuando hablamos de vocación no hablamos solo de gustos, de apetencias y afinidades, de modas o de decisiones circunstanciales. Hablamos de llamadas y respuestas, de proyectos de vida, de elecciones y de compromiso.
Y aquí surgen muchas preguntas que los jóvenes también se hacen: ¿Cómo sabe uno cuál es su vocación? ¿Cuándo es el momento oportuno para saber lo que uno desea hacer en la vida? ¿La vocación se busca o te encuentra? ¿Se pueden tener varias vocaciones al mismo tiempo? ¿Por qué hay vocaciones con condiciones que excluyen a otras vocaciones? ¿Por qué es tan difícil elegir entre tantas ofertas de sentido?
Vivimos un momento en el que uno escucha con demasiada insistencia eso de que «los trabajos del futuro aun no existen» y que «hay vocaciones que aún no se han inventado pero que serán las que marquen la vida de los seres humanos en no demasiado tiempo». Y siendo esto verdad, ¡cuántas vocaciones seguirán siendo las que son y tendrán todo su sentido en este y en el mundo que vendrá!
Y si aterrizamos en nuestro ámbito eclesial y más concretamente en la parcela de la pastoral juvenil, es un hecho que la vocación y las vocaciones forman parte indiscutible de todos los itinerarios de crecimiento en la fe, de todos los itinerarios solidarios y de trasformación social, de todos los itinerarios en los que se trabaja el propio proyecto de vida y se posibilita el ejercicio de un sano discernimiento vocacional en el más amplio sentido del término.
Vocación y vocaciones. Vocación en sentido amplio y vocaciones en sentido específico. Vocación a la vida, a la felicidad, a los otros, al gustar internamente cada cosa, cada acontecimiento, cada saber, cada creencia. Y vocaciones a la vida consagrada, a la vida sacerdotal, al matrimonio… vocaciones al servicio de una única misión: vivir y anunciar la Buena Nueva del Evangelio.
Y aquí, cuando hablamos de las vocaciones matrimoniales, religiosas y sacerdotales nos entran los mil males. Los números no son para menos: «El número de religiosos ha caído más de un 30 por ciento en los últimos quince años en España y la edad media de sus miembros ronda ya los 70 años. Las cifras de religiosos y religiosas descienden cada año. Cada mes, un monasterio cierra en España. En la actualidad, en España hay 41.184 religiosos y religiosas, un 3% menos que el año pasado, en una tendencia a la baja que se prolonga desde hace décadas», afirman recientes publicaciones.
Y después de ver, leer y analizar los datos enseguida nos adentramos en ese gris tan eclesial (a veces) que lo termina por ennegrecer casi todo. Y uno se encuentra religiosas y religiosos que te preguntan con profundo pesar «qué es lo que han hecho mal para no tener vocaciones». A mí esta pregunta y ese sentimiento de desolación y de cierto fracaso me interpela y no me deja indiferente. Lo primero que se me ocurre decir es que debemos recordar que ni todo es tan gris (la misma Confer constata un cierto repunte) ni todo depende de nosotros. ¿No nos cansamos de decir una y otra vez que la vocación es una llamada del Señor a hombres y mujeres de todo tiempo? ¿No es el Señor el que quizás siga llamando, pero no como nosotros nos esperamos, ni para lo que nosotros y nuestras instituciones religiosas necesitan?
Negar la crisis vocacional sería absurdo. Pero decir que los jóvenes ya no buscan sentido a la vida y no están abiertos a proyectos vitales que generan preguntas y terminan por buscar respuestas de sentido verdaderas es rotundamente falso. La pastoral juvenil debe provocar experiencias, debe posibilitar que los jóvenes encuentren su lugar en el mundo. Es el mundo y el contacto con los seres humanos los que provocan experiencias y generan preguntas que hay que saber conservar, acompañar y traducir en proyectos de vida.
El Papa Francisco quiere una nueva pastoral vocacional «capaz de leer con coraje la realidad» que tenga «amplios horizontes» y que «aliente a la comunión». Nos insta a fomentar una pastoral vocacional que recoja «los signos de generosidad y la belleza del corazón humano» pero, sobre todo, que sepa escuchar a los jóvenes, que no dé prioridad a «la eficacia», sino más bien a «la atención prioritaria a la vigilancia y al discernimiento». Encontrar y vivir profundamente la propia vocación es ser misión, no solo tener una misión. Y ser una misión permanente requiere valentía, audacia, fantasía, voluntad de andar con los otros, de ir más allá. Nuestra pastoral juvenil, vocacional por naturaleza, debe posibilitar búsquedas, encuentros, preguntas y discernimiento acompañado.