LA IGLESIA PUEBLO DE DIOS RPJ 555 Descarga aquí el artículo en PDF
BIEN DE PRIMERA NECESIDAD
Mª Ángeles López Romero
Los datos son fundamentales para diseccionar y comprender la realidad. Pero a veces enmascaran, maquillan, enfrían los hechos: porque vemos solo cifras, porcentajes, comparativas, gráficas, pero no llegamos a comprender en toda su dimensión el caldo humano que se cuece tras ellas. Ocurre, por ejemplo, con la salud mental. Todos venimos oyendo que la pandemia ha acentuado la sensación de angustia, la depresión y otras enfermedades mentales que se han visto agudizadas por el confinamiento y un concepto relativamente nuevo: la «soledad acompañada», que se sufre en el propio hogar, rodeados de seres queridos, con razonables comodidades y una vida social en el ámbito digital que puede ser al tiempo, por paradójico que parezca, muy intensa.
En ese contexto se ha puesto en marcha un nuevo teléfono de atención a personas con ideas suicidas. Aunque algunos aún se mofen de los problemas de salud mental.
Pero lo que no terminamos de digerir es que este fenómeno creciente que condiciona el bienestar de muchas personas en el mundo y de sus familiares y amigos, afecta también, y de qué manera, a los menores de edad. Y es que cuesta creerlo, pese a la contundencia de los datos. Un reciente informe, realizado por el Centro de Estudios de la Fundación ANAR, ofrecía números mareantes al respecto: La suma de consultas por ideas suicidas, intentos de suicidio y autolesiones representó en 2021 la cifra de 7.770 peticiones de ayuda, lo que significa que estas se han multiplicado por 18,8 en la última década. Gracias a la intervención de los psicólogos y psicólogas que atienden el teléfono y el chat de ANAR, ha podido salvarse la vida el pasado año a 4.542 niños, niñas y adolescentes.
Son cifras brutales, imposibles casi de asimilar. Por eso es necesario «ponerles carne». Entender que detrás de cada una de esas llamadas hay un o una menor de edad que cuenta a la persona que hay al otro lado del teléfono que no encuentra razones para vivir, que no sabe cómo gestionar su tristeza, cómo hacer para que pare su sufrimiento. Algunos llaman a las puertas mismas de un intento de suicidio. Buscando al otro lado de la línea un mensaje, un consejo, una razón para no hacer lo que están pensando hacer.
Cuando le pones carne, cuando imaginas que pudiera ser tu hijo o tu sobrina, tu alumno o tu vecinita, entonces la cosa cambia. Y te preguntas qué está pasando para que niños y niñas piensen en suicidarse. Para que crean que no hay otra salida (¡el suicidio nunca es la salida!), a su tierna edad, que quitarse la vida. Para que tengan que llamar a un teléfono (al que denominan cariñosamente en las redes sociales «el cuenta penas» y cuyo número, el 900 20 20 10, comparten entre iguales) en lugar de pedir ayuda a sus familias.
Cuentan los expertos que detrás de cada ideación o intento de suicidio de un menor de edad, detrás de cada autolesión infringida en sus cuerpos, se cuece un drama no resuelto: acoso escolar, violencia intrafamiliar, abuso sexual, violencia de género, trastornos de salud mental… Ocurren aquí, en el primer mundo. Supuestamente el lugar más privilegiado de la tierra para nacer y crecer a la vida adulta.
Como sociedad y como Iglesia, tendremos que preguntarnos, en cada hogar, en cada aula, en cada grupo de catequesis o de pastoral, qué está ocurriendo con la salud mental de nuestros menores de edad, que son nuestra responsabilidad. Y qué podemos hacer para ofrecerles ayuda y solidaridad. Pero, sobre todo, esperanza. Un bien que no solemos incluir entre los de primera necesidad, pero que es imprescindible para crecer, vivir, caminar.