Francisco, Dios es joven, Planeta, Barcelona 2018
Hay demasiados padres con cabeza adolescente, que juegan a la vida efímera y, más o menos conscientemente, convierten a sus hijos en víctimas de este perverso juego de lo efímero. Pues, por un lado, educan a hijos sumidos en la cultura de lo efímero y, por otro, hacen que crezcan cada vez más desarraigados, en una sociedad que llamo por ello desarraigada.
Hace algunos años, en Buenos Aires, cogí un taxi: el conductor estaba muy preocupado, casi afectado, y me pareció enseguida un hombre inquieto. Me miró por el espejo retrovisor y me dijo: “¿Usted es el cardenal?” Yo contesté que sí y él replicó: “¿Qué debemos hacer con estos jóvenes? No sé cómo manejar a mis hijos. El sábado pasado subieron al taxi cuatro chicas apenas mayores de edad, de la edad de mi hija, y llevaban cuatro bolsas llenas de botellas. Les pregunté qué iban a hacer con todas aquellas botellas de vodka, whisky y otras cosas; su respuesta fue: “Vamos a casa a prepararnos para la juerga de esta noche”. Este relato me hizo reflexionar mucho: esas chicas eran como huérfanas, parecía que no tuvieran raíces, querían convertirse en huérfanas de su propio cuerpo y de su razón. Para garantizarse una velada divertida, tenían que llegar ya borrachas. Pero, ¿qué significa llegar a la juerga ya borrachas?
Significa llegar llenas de ilusión y llevando un cuerpo que no se controla, un cuerpo que no responde a la cabeza ni al corazón, un cuerpo que responde sólo a los instintos, un cuerpo sin memoria, un cuerpo compuesto sólo por carne efímera. No somos nada sin la cabeza y sin el corazón, no somos nada si nos movemos presa de los instintos y sin la razón. La razón y el corazón nos acercan los unos a los otros de una manera real.