BAYMAX: ROBÓTICA Y REVOLUCIÓN DE LA TERNURADescarga aquí el artículo en PDF
José M.ª Martínez Manero
Es uno de los seis grandes héroes. Dulce, inteligente, cortés, divertido, algo torpe, amable, inocente, cálido, discreto, tierno… Siempre en posición de servicio. Irresistible. Imposible no amarlo una vez conocido. Es una estrella en el firmamento de la animación. Hace su entrada en sociedad con la película Big Hero 6 (Grandes héroes, en Hispanoamérica) de Disney, una comedia de trepidante acción, emoción, humor… y ternura. Óscar 2015. Sobre el conocido esquema héroe-villano, sabe explorar, entre aventuras y hazañas, vías para transformar culto al dinero, ambición, rencor, depresión, en ofertas de vida para todos los públicos, incluido el adolescente.
Baymax es un robot parecido a un «Michelín»; blanco e hinchable, se repliega discreto en cualquier rincón, hasta que se necesitan sus cuidados. Todo su ser es cuidar. Solo vuelve a su rincón cuando le dices: «Estoy satisfecho con tus cuidados». Podría ser otro icono del Espíritu Santo. Blanco como la paloma, y aire que abraza cálido y tonifica cuerpos y almas. También fuego abrasador su poderoso brazo (como el de Yahvé) cuando lucha contra el mal. Su diestra le da su victoria (evocando el salmo), y conserva en ella la semilla de resurrección.
Solo una tentación facilona, por ignorante, puede pensar que este dulce y tierno robot es todo azúcar. Parece muñeco de nieve; y lo es, si se piensa en el simpático y extrovertido Olaf de Frozen: El reino del hielo (en Hispanoamérica, Frozen: Una aventura congelada) (2013) de Disney. Él enseña a la valiente princesa Anna, desorientada ahora por el engaño, que «el amor es pensar en la felicidad del otro antes que en la tuya», como ha hecho Kristoff por ella. Olaf se niega a apartarse del fuego al que ha acercado a Anna para salvarla del frío mortal. Anna: «Te derretirás». «Vale la pena derretirse por ciertas personas». Se necesita valor, mucho valor, para «estar de corazón en cada cosa», como reza el himno.
Baymax es un trasunto de Tadashi Hamada, un joven huérfano de unos 18 del que se puede decir que pasó por el mundo haciendo el bien, que sella dando su vida por el amigo. Tendrá descendencia. Trabaja en el Instituto Tecnológico de San Fransokyo (San Francisco-Tokyo), hermanamiento de Oriente y Occidente. Forma equipo con un variopinto grupo de compañeros dirigidos por el profesor Callaghan: «Mis alumnos darán forma al futuro». Cegado luego por la venganza, no sabe bien hasta qué punto es cierto lo que dice de ellos.
Tadashi tiene un hermano de 14, Hiro, genio de la robótica, obsesionado por ganar dinero con combates de robots. Con esfuerzo, logra reorientar a su hermano hacia el Instituto. «Gracias por no darme por perdido», le dice Hiro. Tadashi muere por salvar al profesor del incendio del Instituto. Hiro entra en depresión, y Baymax en escena: «Soy Baymax, tu compañero y cuidador personal». Se actualiza para poder ayudarle con la pubertad, «época confusa para un adolescente que empieza a ser hombre».
La creación de Baymax supuso para Tadashi duro esfuerzo, adentrarse en el desierto de un sinfín de pruebas. Programar-se para «ayudar a un montón de gente y no lesionar a ningún ser humano» no es tarea fácil, nada fácil. No es cosa dulzona, blandita; o buenismo, parodia caricaturesca del bien y la bondad. Ser un Juan de Dios, un Camilo de Lelis, un Damián de Molokai, una Teresa de Calcuta… es cosa de gente aguerrida, valiente, experimentada. Cosa de «niños» forjados al aire del Evangelio. Es natural que el papa Francisco diga: «El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura» (EG, 88). Y que el pregón pascual culmine la historia cantando: «¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!». Jesucristo es la Sabiduría salida de la boca del Padre.
Tal sabiduría no la producen las máquinas. Es don del Espíritu Santo, que nos permite «ver las cosas con los ojos de Dios». Lo visualiza muy bien la película Como Dios (Bruce Almighty, título original) (2003) de Tom Shadyac. Cuando el reportero Bruce juega a todopoderoso, creyendo ser Dios, el caos está servido. Tiene que morir a ese infantil juego para descubrir, en diálogo con Dios, lo que de verdad le importa: «Grace (su chica). ¿Quieres que vuelva?». «No. Quiero que sea muy feliz. No me importa cómo. Quiero que encuentre a alguien que la trate con todo el amor que merecía de mí. Quiero que conozca a alguien que la vea siempre como la veo yo ahora, a través de tus ojos».
CODA: Robot dreams (2023) de Pablo Berger
Historia de profunda ternura, pues trata de la soledad de la vida. Perro se pasa matando el tiempo a bostezos y juegos solitarios. Cuando el hastío y el infructuoso zapping apagan la TV suena la hora de la caja de macarrones con queso al microondas. Mientras come, la TV apagada es espejo que le devuelve su soledad con rostro, más honda. A su espalda, encima del sofá, un cuadro con cuatro mayúsculas enormes YO YO. Un anuncio televisivo le ofrece la salida: Pida ya la AMICA 2000. El robot que puede montar usted mismo.
De la mano de Perro y Robot, el director nos va mostrando, con verdadero arte, en forma de fábula animada, el Nueva York de sus recuerdos, el de la década de los 80 del pasado siglo; con el lógico fluir de la nostalgia agridulce, humor y unas gotas de melancolía. Las hoy dolientes Torres Gemelas, que abren y cierran la historia, son metáfora presentida de la amistad de Perro y Robot. Pues, aunque Robot «es un ser generoso que está cuando se le necesita sin esperar nada a cambio», Perro, que parece hacer lo imposible por recuperarlo, finalmente compra un colega-bot en oferta, TIN (estaño), como recambio.
«No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle a alguien como él que le ayude. Adán dijo: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”» (Gn 2,18.23).
«Vosotros sois mis amigos. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Jesús de Nazaret).