BÁLSAMO QUE CURA – Mª Ángeles López Romero

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Mª Ángeles López Romero

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Estas semanas extraña escuchar en horario de máxima audiencia en la televisión pública bendiciones y gracias a Dios. Las pronuncia un fraile dominico que participa en la enésima edición del popular concurso de cocina MasterChef. Y lo hace junto a un malcriado tiktoker de 18 años y otros personajes seleccionados cuidadosamente por el equipo de casting para crear un buen caldo de cultivo para el show, que siempre debe continuar.

Cuando fray Marcos bendice el capítulo o la prueba que van a realizar, otros concursantes cierran los ojos y elevan la barbilla como hemos visto hacer a los místicos y místicas en sus representaciones artísticas más conocidas. Otros se santiguan todo el rato como si se tratara de un nuevo reto de baile aprendido en la red social china. Los hay incluso que aplauden y dan vivas.

Yo me pregunto desde hace mucho tiempo qué significa para las personas tener o no tener fe. Entre fray Marcos y el tiktoker hay una variadísima gama de personas y personajes que se acercan de distinta manera a la fe o la rechazan. Pero, pese a los infinitos matices que pueda haber y hay de hecho entre unos y otros, prevalece por mayoría la imagen de la rogativa. Esa suerte del creyente que tiene a quién pedirle que cure a su hijo enfermo o cuide en la otra vida de la madre fallecida. Recuerdo siempre la frase clavada en el pecho de aquella mujer que, en las urgencias del hospital a las que había llevado a su bebé que yacía sin pulso en la cuna, le gritó a su suegra: «¡Reza tú por ella! ¡Pídele a tu Dios que la salve, que yo no puedo!».

No, Dios no la salvó, al menos en el sentido literal de la palabra que demandaba su madre rota de dolor. Pero la suegra, años más tarde, piensa que su fe la ha sostenido en este tiempo de duelo e incomprensión. «¿Por qué?», le pregunté. Y contestó: «Por la esperanza».

A veces pensamos que tener fe es creer que Dios resolverá nuestros problemas si se lo pedimos con devoción. Pero Dios no es una aspirina que quita el dolor a demanda ni un personaje caprichoso que señala arbitrariamente con su dedo todopoderoso quiénes se salvarán y quiénes sucumbirán ante una catástrofe, un accidente o una operación a vida o muerte.

Por eso resulta tan iluminador el pensamiento de Etty Hillesum, la escritora y filántropa judía que murió en Auschwitz, pero que no culpó a Dios por las penalidades y torturas que sufrió. Que no abominó de él ni le dio la espalda ante tanta crueldad y vileza. Etty se puso a disposición de Dios para ser sus manos misericordiosas. Si Dios no me ayuda, pensó, seré yo quien le ayude a Él. Y nunca jamás dejó de confiar en Dios, la humanidad y el mundo.

Dios no reparte papeletas de buena o mala suerte, no. No se puede comprar su voluntad ni conquistarlo con chucherías. Pero ahí está: a nuestro lado, de nuestra mano, sosteniéndonos en las duras y en las maduras. Y diciéndonos al oído que no hay mejor medicina para la crudeza de la vida que irradiar el amor que recibimos. O como Etty expresó a modo de deseo al final de su diario: «ser bálsamo derramado sobre tantas heridas». Esa es la esperanza que encierra nuestra fe: la posibilidad de ser nosotros mismos, en cualquier circunstancia, divino bálsamo que cura.