Antes de iniciar la intervención, permitidme que exprese un par de intuiciones para situarnos. En la primera reflexión constatábamos cómo, en la actualidad, a los jóvenes o a los adolescentes les cuesta formular explícitamente preguntas de carácter religioso u orientar sus inquietudes personales o vitales hacia ese horizonte
Y, por eso, cuando se plantearon estas jornadas, se pensó que primero habría que ver si había preguntas de este tipo o si eran tan escasas como parecen percibir los agentes de pastoral juvenil. Desde esta sensación, que es sin duda predominante en el entorno español, cabía plantearse una segunda cuestión: ¿qué podemos hacer para suscitarlas o proponerlas bajo el supuesto -claro está- de que la fe puede constituir un verdadero tesoro para la vida humana?
El proverbio que encabeza este escrito expresa con precisión el problema pastoral al que debemos enfrentarnos y dice así:
“Puedes llevar a tu caballo incluso a la fuerza hasta el río,
lo que no conseguirás de él es que beba si no tiene sed”
“Al pan, pan, y al vino, vino”. Dejémoslo establecido desde el principio: por la fuerza, la manipulación o el engaño no hay posible acceso sano a la experiencia religiosa. Hace falta, pues, despertar el anhelo de trascendencia –que puede estar amortiguado por muchos otros estímulos más inmediatos–, respetando escrupulosamente la libertad de los destinatarios de nuestro anuncio.
Preparando esta sesión, ayer o anteayer vi en una de estas noticias que aparecen en Religión Digital, que una Fundación religiosa estaba intentando llegar a los jóvenes planteándoles cuestiones en sus propias claves culturales y que había comenzado a enviar, masivamente, este tipo de tuit a través de la red:
¿Cuándo nos vemos? –Firma Dios.
No tengas miedo, estoy contigo siempre. Dios.
¿Me tengo que abrir una cuenta en twitter para que me hagas caso? Dios.
No me he callado, es que no me dejas hablar. Dios.
Me pareció que la iniciativa tocaba otra de las cuestiones fundamentales de la evangelización: la superación del desajuste cultural del mensaje cristiano. Son mensajes dirigidos a una población numerosa y anónima para intentar provocar brevísimamente alguna inquietud; para que los chavales que los capten, en lugar de percibir esa especie de ausencia o de silencio religioso general, reciban algún tipo de «mensaje en una botella» que, a lo mejor, puede provocar algo que estimule dar el primer paso de una búsqueda personal.
1. El ser humano viene al mundo con un “pack de deseo”
¿Y qué podemos hacer nosotros para abrir los corazones de los jóvenes a un posible encuentro con Dios? Creo que podemos hacer tres cosas: provocar, educar e iniciar. Son tres tareas distintas pero todas ellas muy necesarias. En esta exposición voy a intentar compartir algunas intuiciones personales respecto a estas cuestiones.
Lo primera convicción que deberíamos asumir -precisamente para quitarnos el estrés, la angustia, la actitud cansina y esa especie de preocupación obsesiva porque “no llegamos”, “no comunicamos” o “no convocamos”… es que nosotros no somos responsables de que otras personas accedan a la fe. Me parece que, interiormente, muchos de los educadores, profesores, agentes de pastoral y catequistas viven hoy en día esta especie de zozobra interior. Y eso, a veces, puede generar dos reacciones muy negativas:
1.- El sentimiento de culpa: qué mal lo hacemos, no nos esmeramos, no somos lo suficientemente coherentes, generosos, entregados…
2.- Un activismo voluntarista: hay que hacer más, hay que esforzarse, ¡venga, dale! Y acaba uno agotado de esto de la pastoral antes de empezar; sólo por esa mentalización.
Lo primero a tener en cuenta, lo que refresca, lo que libera, lo que da esperanza a nuestra labor evangelizadora es constatar lo que hemos expresado en el título de este apartado: todo ser humano viene al mundo con un pack de deseo tremendo; desde una perspectiva creyente podemos decir que es la huella de Dios en nosotros. Es ese hueco que nada puede llenar, es esa especie de deseo que va más allá de cualquier tipo de deseo concreto y que ningún objeto particular será capaz de satisfacer. Es esa apertura a la utopía –ese inconformismo radical– la puerta de acceso a la trascendencia. Ciertamente podremos anestesiar la tendencia, pero esta realidad existe en el corazón de prácticamente todos los seres humanos. Es como si Dios nos hubiera dejado una herencia de añoranza que solo él puede colmar. Lo explicaba hermosísimamente San Agustín afirmando: “Nuestro corazón está inquieto y sólo descansará cuando descanse en ti”.
Efectivamente, hay algo de nosotros que solo en Dios puede descansar. Y, a esta inquietud espiritual podemos no hacer caso, podemos neutralizar su fuerza o domesticarla, podemos entretener la vida con otros mil asuntos pero, de vez en cuando, volverá a brotar en algún resquicio de la vida ordinaria. Esa experiencia es la que abre rendijas al misterio y es el punto de partida de la evangelización o del primer anuncio. Anunciar la Buena Nueva no consiste en ser cansinos, dando la tabarra a quienes nos rodean con un mensaje por el que no tienen mayor interés. Es saber que en todo ser humano -sea cual sea la situación vital en que se encuentre- hay, como dirían en Química, una “valencia”; hay una posibilidad de conexión con lo divino. De un modo muy afortunado lo expresaba Simone Weil: “El peligro no está en el temor a que el alma dude de si hay o no pan, sino que, mintiéndose, llegue a convencerse a sí misma de que no tiene hambre. Y sólo puede convencerse de ello mintiendo, porque su hambre no es una creencia, sino una certeza”.
Pero, más concretamente, ¿en qué consiste eso que hemos denominado «pack de deseo»? Consiste en que todos tenemos una enorme necesidad de alegría, de felicidad y, de un modo o de otro, las vamos buscando. Otra cuestión es que acertemos a dar con el camino adecuado para hallarlas. Todos tenemos una necesidad de reconocimiento por ser quienes somos y de valoración por lo que podemos aportar a los demás. Todos tenemos necesidad de afecto, de cariño y de relación. Todos queremos dar a nuestra vida plenitud, intensidad, utilidad y sentido. Cuando alguna de estas realidades se frustra, la vida de la persona queda muy tocada. Y, al mismo tiempo, si os fijáis en las palabras que he elegido para describir estas experiencias personales, os daréis cuenta de que sintonizan de modo natural y espontáneo con el núcleo de lo que es el Evangelio: “He venido a que tengan vida y una vida abundante” (Jn 10, 10). “He venido para que tengan alegría, una alegría completa” (Jn 15, 11). Jesús entendió así su vida y el proyecto de vida que ofreció a sus discípulos y a todos nosotros. Su propuesta sintoniza con esa especie de melodía interior que hay en los seres humanos hasta que se vuelven escépticos o cínicos y piensan: ¡Esto es demasiado bueno para creérselo!
Cuando eso ocurre -cuando estamos convencidos de que todo ser humano viene a este mundo con este equipamiento y que los niños, adolescentes y jóvenes particularmente lo tienen sin domesticar del todo- entonces nuestra labor ya no se vuelve una tarea de titanes, de obsesivos o de voluntaristas. Porque, en realidad, nosotros no tenemos que llevar a los jóvenes a un Dios que poseemos nosotros y del que ellos carecen. Dios nos habita a todos. Nuestra tarea no consiste en llevarles lo que ellos no tienen, sino en ayudarles a despertar a esa presencia, a caer en la cuenta y tomar conciencia de estar habitados. Como suele subrayar Juan Martín Velasco, a consentir de buen grado a acoger confiadamente esa presencia del misterio de Dios.
Por cierto, que esto también nos hace mucho más humildes. Cuando alguien llega como el que sabe, el que tiene y el que puede, ante el que no sabe, no tiene y no puede, se sitúa en una posición de superioridad que suele generar rechazo o, al menos, alergia. Por el contrario, cuando nos ponemos en situación de igualdad y simplemente decimos: ¡oye, que también te pasa a ti lo que me ocurre a mí!; entonces las cosas son de otra manera. Para evangelizar no tenemos que realizar tareas portentosas o sofisticadas; tenemos, simplemente, que ayudar a despertar a nuestra realidad más honda. Porque quizás estamos en una sociedad que tiende a la siesta, a estar dormidos, a no oír a nuestro yo profundo, a estar un poco desconectados –como decíamos ayer– del fondo de nuestro corazón.
De alguna manera, Dios nos precede a nosotros en todos aquellos a quienes nos dirigimos. El Papa Francisco dice que él «primerea». Los jóvenes han sido visitados por Dios antes de que nos acerquemos a ellos y nosotros simplemente actuamos como “catalizadores de una posible reacción”, como «organizadores de citas», como «despertadores». Esto es lo que –me parece a mí– nos corresponde hacer a los testigos. Es lo que nos toca, que es importante, pero no es lo más importante. Más importantes son los jóvenes con sus vidas, sus inquietudes, sus preguntas, sus intereses. Más importante es la presencia de Dios en ellos, aunque todavía no haya sido descubierta. Este es el presupuesto creyente de todo lo que pueda venir después.
Pero, antes de entrar a comentar los tres puntos centrales de la exposición (provocación, educación e iniciación), retomo la imagen de las “chucherías” que os proponía en la primera ponencia de estas jornadas. Ya os dije que, para mí, lo que ocurre con la sociedad de consumo-la sociedad del bienestar, la que nos ofrece entretenimiento, disfrute y confort, según las edades- no es que haga una propuesta mala, sino que es muy pobre porque, efectivamente, comer, beber, divertirse o tener determinado nivel de confort no es, en sí mismo, malo, aunque es preciso afirmar con completa claridad que la vida humana es mucho más que eso. El ser humano tiene una vocación muy superior a la de ser “homo consumericus”. Y el “timo de la estampita” de la sociedad en la que vivimos es que nos acabamos adaptando a estas migajas, conformándonos o instalándonos en ellas y esas migajas –como ocurre con los dulces o los refrescos– son agradables, pero nos quitan el hambre de verdadera comida y no son capaces de proporcionarnos una adecuada alimentación.
¿Qué hacer entonces, cuando la gente no tiene hambre o sed de Dios porque se han instalado en la cultura de la satisfacción? Se me ocurren cuatro estrategias pastorales posibles:
Las chucherías acaban produciendo aburrimiento. Al principio los ingredientes del bienestar son muy gratificantes pero llega un momento en que cansan. El proceso del “botellón” juvenil, por ejemplo, está estudiado. Cada vez se empieza más pronto a participar en el fenómeno, pero al cabo de equis años, se empiece cuando se empiece, su atractivo decae. Hay gente en la sociedad actual que después de estar plenamente incorporada a la dinámica del consumo, llega un momento en que comprueba que “esto no da más de sí”. Esa vida no tendrá complicaciones pero tampoco tiene pasiones y llegado un momento más de uno pensará: ¿No será que hay que buscar otras cosas? ¿Será todo “más de lo mismo”? Tomemos, pues, el aburrimiento como una oportunidad pastoral: la de ofrecer “otros sabores».
El empacho, es otra realidad que puede ser ocasión de un diálogo creyente. Darse el atracón de golosinas -y tener el empacho consiguiente- se parece a las situaciones de crisis vitales. Hay veces que incluso en la sociedad del confort y la seguridad nos golpea la vida y nos sitúa en crisis: puede ser un suspenso, una ruptura, un choque con un amigo, algo que le ha pasado a mi padre… De vez en cuando, la vida nos da que pensar. Es más fácil –por desgracia– que la gente se cuestione la vida cuando hay dificultades, que cuando todo resulta fácil. Cuando hay problemas personales y crisis sociales la gente piensa de otra manera. Estas son, sin duda, otras oportunidades pastorales que pueden permitir abrir otros horizontes de sentido a quienes las sufren o a quienes las observan sin indiferencia.
La malnutrición es otro estado vital susceptible de un anuncio evangelizador. Cuando uno se alimenta de sucedáneos durante mucho tiempo, acaba ocurriendo que pierde fuerza, que pierde energía, que le bajan las defensas. Hay personas que, llegado un momento, empiezan a encontrar su vida vacía, que se descubren sin ganas para levantarse cada mañana, para luchar; notan su vida sin ilusión. Hace poco Julia Roberts reflejaba ese malestar en la existencia de tantas personas “triunfadoras” en los países desarrollados en la –por otra parte muy discreta película– Comer, rezar, amar. Realmente, puede ser esta ocasión –la de la desnutrición o de la mala alimentación– la de ofrecer a la gente menús alternativos. Porque otra cosa podrá discutirse, pero lo cierto es que el Evangelio, no produce aburrimiento ninguno. Decía el obispo brasileño Helder Cámara con gran lucidez:“El secreto de la eterna juventud es tener una causa a la que entregar la vida”. La vida cobra toda su plenitud cuando hay algo por lo que merece la pena “tirar la casa por la ventana”, pelear a fondo, levantarse por la mañana. Y decía Nietzsche: “Quien tiene un para qué para vivir, encontrará casi siempre el cómo”. Esta vida ordinaria sumida en la mediocridad; ese género de vida tan extendido entre nosotros, puede hacer que se añoren otras alternativas mucho más apasionantes; ésas que mantienen el secreto de la eterna juventud. Cuando se ha descubierto que hay causas por las que merece la pena darlo todo, la vida cambia de color.
Por último, la cuarta estrategia pastoral ante la civilización de las chucherías sería la paciencia educativa (hay profesores, catequistas, madres, padres… que me comprenderán muy bien). Hay un elemento básico en el dinamismo de la Iglesia que es la paciencia educativa. Es la paciencia que tienen las madres y padres sabios y que consiste en decir a sus hijos pequeños: “te compro los gusanitos, pero te los daré cuando te comas primero la fabada”, o “una porción de filete, y otra de gusanitos”. Ésa es la paciencia evangelizadora que quienes venimos de la tradición cristiana tendremos que recuperar, aunque sea verdad que la gente del “yo-yo, ya-ya” está deseando compulsivamente, ir a lo suyo. La habilidad educativa consiste en que la madre sabe que tiene que combinar el atractivo inmediato de las chucherías con la calidad de la comida más sólida. Al final de un largo proceso educativo el chaval descubrirá que es mejor comer jamón de jabugo que golosinas. Su paladar estará educado para el discernimiento de la buena comida, de la comida sana, de la comida selecta. Pero, de entrada, hemos de reconocer que la mejor comida puede no ser la más atractiva, ni la más gratificante, ni la que está más a mano. Las personas necesitan un cierto esfuerzo para acabar descubriendo el placer de la verdura.
2. Lo primero, la provocación
La primera tarea de la Iglesia hoy en nuestro entorno social no es celebrar, no es anunciar, no es catequizar, no es sacramentalizar. La primera tarea que tenemos entre manos con los jóvenes es provocar. Y, para que no haya malentendidos y se interpreta la palabra en términos negativos, bueno es recordar que, según la Real Academia Española, provocar es mover, incitar, facilitar o ayudar. Los creyentes podemos provocar a los jóvenes planteándoles nuevos retos, desafíos y horizontes sin condenas y sin complejos. Ya que ellos nos provocan a nosotros, hagamos un sano intercambio de provocaciones. ¿Y cómo hacerlo?
Para acercarnos a esta cuestión puede ser oportuno recordar un fragmento de la extraordinaria Exhortación Apostólica de Pablo VI Evangelii Nuntiandi (21):
“La Buena Nueva debe ser proclamada en primer lugar, mediante el testimonio. Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así?, ¿por qué viven de esa manera?, ¿qué es o quién es el que los inspira?, ¿por qué están con nosotros?”
Fijémonos donde dice “A través de este testimonio sin palabras. Esta frase del Papa Pablo VI evoca casi siempre una lectura en esta clave: hay que tener un tipo de vida generosa, comprometida, solidaria que provoque preguntas. Esto es verdad, pero en la cultura actual, que no es tan moderna cuanto postmoderna, probablemente la llamada que hacíamos en la Iglesia a fijarnos en personas entregadas, coherentes, abnegadas, casi «heroicas» a los jóvenes actuales les genera cierta perplejidad. Esos modelos, de personas comprometidas radicalmente con la justicia producen cierta admiración en los más jóvenes, pero raramente el deseo de «apuntarse a eso». En mi adolescencia y juventud leí mucho sobre la vida de Gandhi, de Luther King y de otros gigantes de la solidaridad. Y pensaba: “yo quiero ser así”. Ahora esas mismas vidas, a los adolescentes y jóvenes de mi entorno les dejan abrumados porque, quizá, se sienten más pequeños, más limitados con menos pretensiones de comerse el mundo. Muchos adolescentes me han dicho que ese compromiso y esa coherencia personal encomiables son percibidas como deseables pero, cuando llega el momento de calcular la factura –el riesgo y el esfuerzo que suponen– no salen las cuentas. Muchos piensan: será un género de vida estupendo pero “yo no doy para tanto”.
Por eso, me parece magnífico el complemento que el Papa Francisco plantea en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. Recordad cómo empieza, porque subraya como primer elemento de la vida cristiana no la entrega, el compromiso y el servicio –que sin duda son marca de la casa y está en el código de barras del Evangelio–, sino por algo previo que hace posible todo lo demás: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”. Y continúa: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada… Cuando la vida interior se encierra en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien” (1-2).
Fijaos qué hermosa manera de juntar las cosas, el bien, el servicio, la entrega sí; pero la pasión, la dulzura, la alegría, ante todo. El orden de los factores sí altera el producto. El Reino de Dios se parece a un tesoro escondido que, de la alegría que produce, uno vende todo lo que tiene (Mt 13, 44-52). El orden altera el producto: no se dice “vende todo lo que tienes y luego…”; se dice: “de la alegría que te da –que eso es lo primero– entonces tira la casa por la ventana”.
Por eso, la pregunta por Dios pasa por la pregunta por la vida. La gente no va por las calles preguntando por Dios; la gente se interroga por sus problemas de la vida. Y es entonces cuando se descubre que, más que iniciar procesos predeterminados pertrechados de fotocopias, es preciso caer en la cuenta de que la clave del asunto evangelizador empieza por hablar con los jóvenes de su vida, por estar donde viven ellos, por situarnos –con alegría y con entrega– a su lado y de su parte.
¿Y dónde están ellos? Por regla general no en nuestras parroquias. Están en las familias, en los colegios, en la universidad, algunos en trabajos precarios, están en la red, en internet, en los sitios donde uno se divierte, donde hacen deporte y, por desgracia, la Iglesia española está atrofiada en el arte de estar donde está la gente. Jesús estaba donde estaba la gente para hablar de lo que a la gente le importaba: «estoy enfermo», «estoy solo», «a mí me han echado a patadas», «me consideran pecador», «vivo en la miseria», «carezco de esperanza». Estas cosas son las que le preocupaban a Jesús. ¿Son las que le preocupan a la Iglesia?
O somos capaces de estar donde están los jóvenes para hablar de sus asuntos, o no habrá nada que hacer. En el futuro inmediato, el encuentro de la mayor parte de nuestros contemporáneos con el Evangelio será de tú a tú, de uno en uno; con este charlando y con el otro tomando una caña. Pero, para entrar en esta lógica misionera nos faltan dos cualidades elementales:
Una es la que aparece en el inicio del encuentro con la samaritana: Jesús se junta con la samaritana y no se pone hablar de Dios primeramente; se pone a hablar de que tiene sed y de que hay agua. Para entendernos, como si “hablaran del tiempo”. La gente siempre empieza hablando así y es preciso poseer ciertas habilidades de escucha, oportunidad y empatía para iniciar ese diálogo sobre los aspectos ordinarios de la vida. Lo malo es que muchas veces nos quedamos hablando sólo de eso.
¿Donde está la segunda habilidad de Jesús que debería ser también la nuestra? En llevar de la superficie a lo profundo de la vida esa conversación, que empieza donde ellos están, en lo que a ellos les interesa, en lo que a ellos les pasa. Pero cuando llega a producirse una relación de amistad, de confianza, de buena comunicación resulta que, poco a poco, empiezan a brotar conversaciones de otro interés. ¿Tenemos nosotros esa capacidad de hablar de corazón a corazón, incluso con nuestros propios hijos?
Lo que viene después es muy fácil de entender. La gente que se topa con nosotros debería percibir -sin ningún esfuerzo particular por nuestra parte- que nuestra vida está habitada por alguien, inspirada por alguien, energizada por alguien. Que nuestra vida es apasionante, que es fecunda, que produce, que genera vida. ¿O no? Porque si nuestra vida no tiene nada de esto, no nos preguntarán: ¿por qué tu vida es así?
En este sentido de provocación –el del cuestionamiento– la mayoría de las personas no me preguntará directamente por Dios, pero sí puede preguntarme si percibe que mi vida es más o menos especial. No cabe duda de que acoger el Evangelio y vivirlo genera un estilo de vida diferente, alternativo. Porque uno, cuando dice “me voy de la reunión, que empieza el partido de la champions league”, no genera los mismos interrogantes que si dice “lo siento, me tengo que ir porque voy a rezar”.
Aquí llega lo que suelo denominar la teología de Alejandro Sanz. Efectivamente: “no es lo mismo”. Tenemos que denunciar –en nombre del Evangelio– que en nuestra sociedad “nos han dado gato por liebre”. No es lo mismo nivel de vida que calidad de vida; no es lo mismo una vida llena que una vida plena; no es lo mismo vivir en la abundancia que acceder a una vida abundante. Parecen lo mismo, pero no lo son. Una es la propuesta dominante de la sociedad en la que estamos, nivel de vida, vida llena (de cosas actividades, medios), vivir en la abundancia incluso. El Evangelio no ofrece esto. Ofrece otra cosa: una vida de calidad, una vida de abundancia, riqueza y pasión, una vida plena. Y, por cierto, se puede tener una vida plena con muy pocas cosas. O estar lleno de cosas y tener una existencia miserable. Si no estamos convencidos de que esto es así, entonces es dificilísimo que podamos invitar a algo tan revolucionariamente alternativo como el Evangelio. Porque, sin duda, lo otro es más barato, más atractivo, más seductor a primera vista.
Una última cuestión. La provocación puede establecer una primera comunicación o relación con los jóvenes que tienen alguna inquietud. Puede que surja la curiosidad por saber cómo somos, cómo empleamos el tiempo, a qué nos dedicamos. Si eso ocurre, hemos de pensar que lo segundo que nos van a preguntar se referirá a todas las cosas que no entienden del Evangelio y, muy particularmente, de la Iglesia. Por lo tanto tenemos que tener respuestas honestas y adecuadas para lo que nos van a preguntar: “¿Y tú por qué vas a misa?”, “¿y cómo puede ser que tú que parecías tan listo aceptes esto otro?”, “¿y no sois todos unos carcas?”, “¿cómo puedes creerte esos relatos fantásticos del Evangelio?”, “¿qué piensas de la sexualidad?». Lo fundamental es que nosotros tenemos que habernos dado a nosotros mismos respuestas sólidas a estas dificultades y problemas.
Así, por ejemplo, esperamos que los jóvenes crean cuando explicamos en la misa la Biblia como si fuera el cuento de Caperucita roja, el Lobo feroz o los Siete enanitos. Comentamos unos textos antiguos y simbólicos de un modo… que claro, en cuanto uno descubre lo de los Reyes Magos se le viene abajo el «quiosco religioso» entero. Esto me parece hoy fundamental. O tenemos una palabra inteligente y lúcida que decir a las objeciones ambientales, o no bastará lo bueno que vivimos o podamos ofrecer. Por eso en la provocación, en el cara a cara, hace falta tener respuestas adecuadas para objeciones pertinentes en el plano de lo científico, en el plano de lo democrático, en el plano de género. O si no, se nos verá el plumero. Hoy, con razón, nadie con dos dedos de frente accederá a la fe cristiana si tiene que sacrificar para ello su espíritu crítico, su libertad de pensamiento, su conciencia moral, su identidad sexual, su mentalidad científica o su visión democrática de la dinámica social.
3. Lo permanente, la educación
Si bien la provocación –y el posible interés que despierte– es imprescindible para iniciar un camino de descubrimiento de la riqueza del Evangelio, es preciso llevar a cabo un trabajo sistemático de capacitación para la apertura a lo religioso: es la educación. Y esta comienza por ayudar a los chavales a frecuentar con confianza la interioridad, a que no tengan miedo al silencio, a que no tengan miedo a encontrarse con ellos mismos, a descubrir que el fondo de nosotros es bueno y no “un hueco vacío”, que está habitado por alguien que nos sostiene, alguien en cuyas manos estamos. Pero, entrar en esta realidad con confianza requiere un entrenamiento y un acompañamiento. No puede hacerse “a palo seco”. Si preparas a los chavales para que tengan una experiencia de un día de encuentro con ellos mismos, con unas preguntas adecuadas, un ambiente tranquilo, una música sugerente, un modo respetuoso de poner en común, eso para ellos suele resultar un descubrimiento formidable. Precisamente porque no es lo que viven habitualmente. Pero si se les abandona a un tiempo de silencio sin preparación y acompañamiento, lo más probable es que les domine el aburrimiento, la dispersión o el temor a sus propias limitaciones.
Por otra parte, hemos de ayudar a los jóvenes a descubrir los límites y las heridas de lo real, porque en ellos palpita la vida y sus preguntas más radicales, porque en ellos se encuentra el rastro de Dios. La belleza, lo asombroso, lo extraordinario, lo duro, lo difícil, todo eso que normalmente ellos no experimentan a diario porque están súper-protegidos. Lo decía con mucho acierto Mario Benedetti: Todo es según el dolor con que se mira. Cuando miramos sin que la realidad nos afecte o nos conmueva, no hay reacción existencial posible. La gente no nos movemos por lo que sabemos intelectualmente, la gente nos movemos por lo que nos ilusiona y por lo que nos duele. Esta sociedad –que tiene de todo– anda muy escasa de capacidad de soñar, de cabrearse, de dolerse con los otros. Pero ahí es donde –a lo largo de todas las épocas– muchas de las personas profundamente religiosas han descubierto la chispa de la vida, la presencia de Dios. Los educadores, padres y agentes de pastoral podemos hacer mucho para aproximar a los jóvenes a la densidad de lo real que tiene una capacidad extraordinaria para generar interrogantes vitales.
Otra cosa que en la educación familiar o escolar podemos y debemos hacer, es cultivar la actitud personal de crecimiento, de utopía, de esperanza, de deseo de encarnar grandes valores, de no aspirar a quedarnos “bonsáis humanos”. Estas actitudes –en una época en la que predomina el “ir tirando”– no debieran darse por supuestas en las nuevas generaciones. Estamos llamados a tener un gran tamaño humano y, sin embargo, los horizontes que se nos plantean habitualmente son raquíticos, miserables: obtener un buen expediente académico para poder situarse profesionalmente del mejor modo posible y –con ello– acceder a un nivel de consumo elevado. ¿Quién está sembrando hoy indignación ante la justicia, capacidad de compadecerse, capacidad de arriesgar? No hay que saber administrar prudente y rácanamente el dinero, hay que saber compartirlo con generosidad y solidaridad; no hay que aspirar a no poner faltas de ortografía, sino a manejar con fluidez y precisión el lenguaje; no hay que pedir a los jóvenes que no sean gamberros o destructivos, sino confiar en que pueden ser comprometidos, justos y creativos…
Nos extrañará que luego no haya personas que entreguen la vida vocacionalmente al servicio de un mundo más justo, cuando educativamente estamos alimentando “enaneces”. Se nos ha ido encogiendo el horizonte de propuestas que les hacemos a los jóvenes. Estamos derrotados nosotros mismos ya de antemano. Entonces, qué importante es ayudar a vivir no buscando lo más fácil, cómodo o agradable sino pensando «¿cuánto puedo crecer todavía?, ¿cuánto puedo cambiar?, ¿cuánto puedo mejorar?, ¿cuánto puedo ofrecer?». Esto es lo contrario a situarse ante la vida desde el “ir tirando”, el no complicarse, el ir a lo barato, que es lo que muchas veces predomina entre nosotros. Al menos la Iglesia no puede situarse ante la gente con esa cortedad de miras tan lamentable. El mensaje educativo fundamental debe ser otro: hay algo muy valioso que se nos ha otorgado, la vida es un milagro, un regalo, no se nos puede escurrir de las manos. A la postre la pregunta radical es esta: Tu vida, al final, ¿habrá merecido la pena o no? Ésta es la cuestión. Podemos educar en esto o podemos educar en el ir saliendo del paso y claro, las consecuencias no son las mismas. ¿Qué horizontes estamos proponiendo?
Por último, educativamente hablado, frente a esa filosofía del “yo-yo, ya-ya” que mencionábamos anteriormente y que se encuentra tan extendida en la sociedad de la que formamos parte, nosotros –desde el Evangelio– debemos afirmar que «hay mayor alegría en dar que en recibir»; que estamos hechos para la reciprocidad y no para la acumulación. Semejante postura es herética o disparatada para la cultura que compartimos, pero es rigurosamente cierta. Éste es el núcleo del Evangelio: no hay mejor modo de darle a la vida su plenitud que entregarla. Vivir es desvivirse, lo hemos descubierto en Jesús. Y aquéllos que se reservan, se guardan, no se emplean a fondo, se cuidan… acaban echando a perder su vida; y aquéllos que la entregan a fondo perdido, al final reconociendo: “esto ha sido estupendo, ha sido fenomenal”. Y sin olvidar que cualquier cosa que merezca la pena, humanamente hablando, tiene inevitablemente su coste y su dificultad. Como repite el psicólogo argentino Jorge Bucay: «en el mundo de lo humano, todo lo bueno es caro».
Hay que educar estas actitudes, porque no surgen espontáneamente ni se improvisan. Un programa de vida como el de Jesús se va abriendo camino después de un largo proceso de apertura a los valores del amor, el compartir, la justicia, la paz, la solidaridad, la confianza… Esto se hace respirando, todos los días, un clima en el que se propongan y se vivan. Esto se hace viviendo cotidianamente las cuatro experiencias propuestas: ayudar a entrar dentro de uno mismo, acercarse a los límites y heridas de la realidad, sembrar el deseo de crecer para llegar lo más lejos posible en un desarrollo personal que sea para todos, con todos, junto a todos.
Si hay algunas personas a las que hemos logrado provocar, que se ha hecho preguntas gracias a toparse con nosotros; que han visto en nosotros no sólo que creemos, sino que creemos y estamos tan contentos y que, además de que estamos contentos, eso produce alrededor nuestro una vida mejor, que es fecunda, que es útil y que nos libera; si, además, ven que somos gente convencida pero no dogmática y totalitaria… pensarán “¡Qué raro es eso!”. Me parece que hoy la gente se sorprende al encontrar a alguien que se crea algo, a alguien que esté convencido de algo, a alguien que pise suelo, pero naturalmente el interés no se mantiene si esas personas son dogmáticas, cerriles, talibanes, impositivas. Que esa confianza en la vida, esa solidez personal, se lleve con naturalidad, con humildad, con confianza, con sencillez, con agradecimiento sí que puede interrogar.
4. Lo decisivo, la iniciación
Si hay alguien que tras la provocación o la educación desea hacer un camino de búsqueda o profundización se encontraría en condiciones de hacer la iniciación. Lo que no tiene sentido -y ahí se sitúa el fracaso de tantos procesos catequéticos- es intentar iniciar a la fe a quien no ha desarrollado el gusto o el deseo de dar a su vida un sentido radical. Antes pensábamos que la iniciación cristiana era un proceso muy largo, lineal, racional y deductivo; que primero buscabas, luego estudiabas el contenido de la fe y al final te comprometías con ella. Hoy vemos las cosas, en cierto modo, de otra manera. Los tiempos que corren nos animan a promover unas iniciaciones más parecidas a terapias de choque, más centradas en vivir cosas ya, no al final de un largo camino de conocimiento. Se trataría, más bien, de aproximar vitalmente a las realidades fundamentales de la vida cristiana –orar, compartir, servir, celebrar– para conocerlas por experiencia y que esas experiencias hagan valer su verdad y generen las preguntas que la teoría o la teología pueda contestar. Por ejemplo, en lugar de llegar a la oración a partir de clarificar su importancia teórica, puede ser más oportuno ir a rezar con los jóvenes o adolescentes a un monasterio o a Taizé sin mayores introducciones y, después, compartir la experiencia y aclarar su significado más profundo con ellos. Necesitamos no solo una iniciación más experiencial, sino procesos mucho más diversificados –para atender situaciones espirituales muy diversas– y que progresen a modo de espiral, no de línea recta.
Por cierto, otra cosa, ya basta de concebir la educación en la fe en una especie de porfía para convencerlos. Preguntémosles nosotros a ellos cuáles son sus puntos de vista y sus respuestas a los dilemas de la vida. Hemos de superar la dinámica de acoso y derribo por parte de las preguntas que nos hacen los demás como si la carga de la prueba siempre nos correspondiera a nosotros. En realidad, todos estamos buscando en la vida su significado más auténtico. Devolvamos a los jóvenes las preguntas y la necesidad de justificar sus respuestas: ¿qué es lo que a ti te convence?, ¿qué es lo que a ti te sostiene?, ¿qué es lo que tú buscas?, ¿cómo crees que se puede vivir más y mejor?, ¿qué tipo de sociedad quieres construir? Porque todos estamos buscando, ¿no?
Aunque, para la iniciación a la fe que proponemos resulta imprescindible comenzar por adecentar un poco la casa. Y me refiero aquí a realizar una seria autocrítica eclesial. Es muy difícil que podamos trabajar con los jóvenes si no reconvertimos la Iglesia en la que estamos de tal manera que los jóvenes normales y corrientes no tengan dificultades para estar con nosotros. No pueden estar en la Iglesia como «ocupas» extraños, sino como miembros normales de la familia. No podemos pretender que los jóvenes, para estar en la Iglesia, tengan que meterse en la máquina del tiempo y dar un par de siglos para atrás y así incorporarse sin problemas.
Tenemos que revisar de arriba abajo todos nuestros espacios e instituciones para ver lo que espanta o aleja a los jóvenes. Y, con valentía, eliminarlo. Todos sabemos lo que es tirarse años trabajando con jóvenes para que en un solo día, un mal gesto, una celebración mala, una homilía nefasta, una voz más alta que otra, una noticia doctrinal o moral radicalmente anacrónica acabe con años de trabajo. No puede ser; hay que hacer limpieza. Sin un contexto institucional normalizado en términos de los valores actuales, toda labor evangelizadora estará condenada al fracaso.
Por otra parte, tenemos un problema doble de comunicación simbólica. Por un lado, nuestros símbolos no llegan a ser captados en su sentido profundo por quienes viven en una cultura muy distinta a aquella en la que surgieron y, por otra, los chavales no están educados en la expresión simbólica de la profundidad y no han desarrollado la sensibilidad para captar su riqueza. Todo lo religioso necesita, inevitablemente el lenguaje del símbolo, porque, con Dios no podemos encontrarnos, en vivo y directo para saludarle.
Todo lo que tenga que ver con nuestra relación con Dios va a tener que producirse a través del lenguaje simbólico. Pero, si nuestra mentalidad es únicamente utilitaria, práctica, “¿y eso para qué sirve?”,“¿y a esto, qué partido le saco?”; entonces, entre el analfabetismo simbólico de los jóvenes y el anacronismo simbólico de la Iglesia, tendremos un divorcio comunicativo de consecuencias nefastas.
Cuando los jóvenes oyen “Ave María…” piensan “…cuando serás mía”, y los mayores de 50 años “…sin pecado concebida”. Existe un desajuste cultural y generacional enorme. Eso no puede ser. O encontramos lenguajes, símbolos y vehículos comunicativos donde la vida pueda expresarse de modo auténticamente evangélico y auténticamente juvenil o no hay nada que hacer. No hay nada más triste que asistir a una liturgia con traducción simultánea, porque no se entiende. No hay iniciación posible si no encontramos un lenguaje simbólico adecuado. Lo que resulta sorprendente es que el lenguaje simbólico del Evangelio que tiene dos mil años llegue a todos mucho más fácilmente que documentos eclesiales que hemos hecho hace dos días.
Otro de los retos actuales de la iniciación de la fe radica en adelantarse a las dudas de los niños o adolescentes. La Iglesia ha logrado llegar a comunicar la fe de un modo inicial a numerosos niños gracias a la preparación de la primera comunión, en la catequesis de infancia… pero resulta que el 90% de quienes han participado en esos procesos desconecta a partir de los once o doce años. ¿Qué hemos hecho? Mantener un contenido ingenuo de la fe cuando estaba apareciendo el pensamiento crítico, lo que acaba teniendo unas consecuencias demoledoras. No podemos comentar el relato del Génesis como un hecho histórico, cuando en el colegio les estaban explicando los dinosaurios. La mayoría va a estudiar por lo menos la ESO, muchos van a ir a la universidad, la gente va aumentando sus conocimientos matemáticos, va progresando en ciencias naturales, va aprendiendo historia y política y, por supuesto, con quince años, no da igual que con cinco, ni con veinticinco. No creo que estemos dando la talla en el acompañamiento a los interrogantes razonables que el crecimiento genera en los adolescentes. En esas edades una presentación crítica del Evangelio que sea bíblicamente decente resulta cuestión de vida o muerte.
Hoy en día, tenemos una teología avanzada, unos estudios bíblicos extraordinarios, pero sus planteamientos no llegan a la gente porque da miedo hablar a las claras, no vaya a ser que se escandalice el pueblo de Dios. Lo que ocurre es que el Pueblo de Dios huye espantado cuando no encuentra alimento adulto para la fe, cuando le queremos mantener en la minoría de edad ética o intelectual. La iniciación hoy obliga a anticiparse a las dificultades y a reconocer, desde el primer momento, que no podemos demostrar a Dios y que creer es un acto de confianza en la vida. Que creemos en Jesús porque hemos experimentado un poco, que lo que Él dice es verdad, cuando lo hemos vivido. ¿Qué es esto de presentar el Evangelio como lo normal y lo corriente? Vivir como cristianos es aceptar vivir a contracorriente, aunque «nos sobren los motivos» que deberemos comunicar a los demás. En esta cultura no sólo hay que presentar el Evangelio y su riqueza; también hay que saber contestar a las objeciones o críticas que nos puedan plantear otros; también hay que desarrollar la capacidad de vivir con gozo en minoría, plantando cara a muchos valores que pueden estar muy extendidos, pero que no proporcionan al ser humano la felicidad que desearía alcanzar. Sin esa capacidad de resistencia cultural fundamentada, el futuro de la fe se tornará difícil.
Por último, la iniciación cristiana reclama algo fundamental. En la Iglesia hemos sustituido el contacto directo con el Evangelio vivido, por hermosas teorías, fotocopias y «rollos» hablados. En la Iglesia hablamos muchísimo porque muchas veces no podemos enseñar dónde pasa eso. Y es muy importante recordar que las cosas que finalmente nos convencen, no son las que están muy bien argumentadas, sino las que experimentamos personalmente. Esto los jóvenes hoy lo notan. No buscan la verdad, buscan lo verdadero. La verdad es lo que intelectualmente me convence, lo verdadero es lo que yo experimento como cierto. No hablemos tanto del amor; mostremos dónde se hace eso. No hablemos tanto de la oración y su importancia; veamos cómo se reza. Volvamos al principio: “Maestro, ¿dónde vives? –Venid y veréis”.
¿Dónde? ¿Cómo? Éstas son las cuestiones clave de la iniciación. Tenemos que decir dónde se vive esto de la fe, quiénes lo viven, cómo lo hacen, con qué calidad. Si el ambiente no es tan favorable, tendremos que fortalecer la intensidad y calidad de las principales expresiones de la vida cristiana. Tendremos que celebrar, pero no de cualquier modo; tendremos que cantar, pero no de cualquier modo; tendremos que aprender teología, pero no cuatro tonterías piadosas. El futuro nos lo jugamos en la capacidad de poder llevar a la gente a los sitios donde el Evangelio se vive con alegría y pasión, con calidad y radicalidad. Cuando le preguntaron a Jesús los discípulos de Juan: “Nos ha dicho Juan que te preguntemos si eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro”, Jesús no contesta con una teoría; les dice: mirad lo que pasa alrededor: los ciegos ven, los cojos andan, los pobres empiezan a salir de su pobreza, la gente que estaba hundida tiene esperanza (cf. Mt 11, 3 y ss).
O hay lugares y grupos humanos donde esto se vive, se nota y se palpa o, cuanto más hablemos, peor. Porque, donde hay mucha verborrea y poca sustancia, lo que hacemos en el fondo es desacreditar el Evangelio; acabamos demostrando que es una bella teoría que no se cumple en ningún lado, que no sirve para nada, que no ocurre. Cuando hay mucha palabra y poca realidad algo suena a “timo de la estampita”. Por lo tanto, probablemente deberemos hablar menos, vivir más e invitar a vivir cerca a quienes estamos iniciando a la fe, no porque lo hagamos muy bien, sino para que capten que estamos ilusionados porque, de verdad, Jesús nos apasiona.
5. Para terminar: ¿qué les queda por probar a los jóvenes?
Terminaremos esta exposición con un poema de Mario Benedetti que resume, a mi modo de ver, la actitud que la Iglesia debería adoptar ante los jóvenes para suscitar en ellos la pregunta religiosa. Es decir la pregunta por la vida y su sentido último.
“Los jóvenes hoy ¿qué quieren? Probarlo todo. Experimentarlo todo”. ¿Tendríamos nosotros la oportunidad de que pudieran probar y experimentar algo de lo del Evangelio? Porque a la postre, no somos nosotros los que vamos a convencer a nadie; a la postre ni siquiera las bonitas palabras del Evangelio van a convencer a nadie. En último término lo único que nos puede convencer a cualquiera de que la propuesta de Jesús es verdadera es haberla probado, haberla experimentado y que nos haya ido bien. Nosotros simplemente somos –vuelvo a repetirlo– organizadores de citas.
“Qué les queda por probar a los jóvenes?:
¿Qué les queda por probar a los jóvenes
en este mundo de paciencia y asco?
¿sólo grafitti? ¿rock? ¿escepticismo?
también les queda no decir amén
no dejar que les maten el amor
recuperar el habla y la utopía
ser jóvenes sin prisa y con memoria
situarse en una historia que es la suya
no convertirse en viejos prematuros
¿qué les queda por probar a los jóvenes
en este mundo de rutina y ruina?
¿cocaína? ¿cerveza? ¿barras bravas?
les queda respirar / abrir los ojos
descubrir las raíces del horror
inventar paz así sea a ponchazos
entenderse con la naturaleza
y con la lluvia y los relámpagos
y con el sentimiento y con la muerte
esa loca de atar y desatar
¿qué les queda por probar a los jóvenes
en este mundo de consumo y humo?
¿vértigo? ¿asaltos? ¿discotecas?
también les queda discutir con dios
tanto si existe como si no existe
tender manos que ayudan / abrir puertas
entre el corazón propio y el ajeno /
sobre todo les queda hacer futuro
a pesar de los ruines de pasado
y los sabios granujas del presente.
A nosotros nos toca plantearles estas preguntas. Veremos si somos capaces de hacerlo.
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RPJ 506-507.abril-mayo 2015 Ayudar a despertar la pregunta sobre Dios –
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