AUTOCONOMIENTO – María José Rosillo

María José Rosillo RPJ 558 Descarga aquí el artículo en PDF

María José Rosillo

rosillotorralba@gmail.com

Cuenta una leyenda que al matemático griego Tales de Mileto, se le acercó un día un filósofo, quien, tratando de confundirlo, le hizo nueve preguntas para probar su sabiduría.

¿Qué es lo más antiguo? Dios, porque siempre ha existido.

¿Qué es lo más bello? El universo, porque es obra de Dios.

¿Cuál es la mayor de todas las cosas? El espacio, porque contiene todo lo creado.

¿Qué es lo más constante? La esperanza, porque permanece en el hombre después que lo ha perdido todo.

¿Cuál es la mejor de todas las cosas? La virtud, porque sin ello no existiría nada bueno.

¿Cuál es la más rápida de todas las cosas? El pensamiento, porque en menos de un minuto nos permite volar hasta los confines del universo.

¿Cuál es la más fuerte de todas las cosas? La necesidad, porque es con lo que el hombre enfrenta a todos los peligros en la vida.

¿Cuál es la más fácil de todas las cosas? Dar consejos.

 

Por fin, la última pregunta, que dejó atónito al filósofo, quien no logró entender la respuesta de Tales de Mileto: ¿Y cuál es la más difícil de todas las cosas? El sabio respondió: «conocerse a sí mismo».

 

Esta frase «conocerse a sí mismo», se dice que se encontraba inscrita en el templo de Delfos. El filósofo Sócrates la mencionaba a manera de enseñanza, ya que esta hacía referencia a que ese «conócete a ti mismo», tenía relación, no solo con el conocimiento de nuestros límites, de nuestra ignorancia, sino también con su afirmación de que la virtud reside en el conocimiento.

Esta frase tal cual de «conócete a ti mismo», no aparece en las Escrituras. Sin embargo, la Biblia ofrece una profunda visión de los temas más trascendentales del ser humano y su ser y estar en el mundo. ¿Qué significa «conocerse a sí mismo»?

«Conócete a ti mismo» es una invitación a nosotros/as mismos/as a reflexionar sobre si realmente sabemos quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Es enfrentarse de cara a cada una de nuestras limitaciones, virtudes, fortalezas y debilidades; admitir nuestros límites, nuestra capacidad de amar y de ser altruistas. Ser capaces de asumir, por qué no, a veces, nuestra ignorancia.

El apóstol Pablo escribió en 2 Timoteo 3,16, 17 que «todo lo que está escrito en la Biblia es el mensaje de Dios, y es útil para enseñar a la gente, para ayudarla y corregirla, y para mostrarle cómo debe vivir. De ese modo, los servidores de Dios estarán completamente entrenados y preparados para hacer el bien» (traducción adaptada al lenguaje actual). 

Ahora bien, ¿cómo nos ayuda la Biblia a conocernos a nosotros mismos?  

En primer lugar, nos informa sobre la importancia de nuestros pensamientos, de nuestra mente y corazón como esa «fuente de vida». Así lo leemos en Proverbios 4,23. Pero también nos advierte que «cuidemos de nuestro corazón» porque de él mana la vida.

Cuando se dice «cuida tu corazón», se refiere a lo que compone el núcleo de nuestra vida mental y emocional. Nuestros pensamientos, emociones, sentimientos, imaginaciones, meditaciones, reflexiones, y percepciones, todos ellos, son parte de nuestro corazón. Pero, ¿somos plenamente conscientes de cuál es la naturaleza de nuestros pensamientos, sentimientos y emociones?

La Biblia nos revela que «como piensa una persona dentro de sí, así es ella» (Proverbios 23,7). En pocas palabras: somos lo que pensamos y sentimos. Eso es lo que nos indica la Biblia con claridad.

¿Quién soy yo?

Hoy es la primera vez que me hago esta pregunta en presencia de Dios, en la capilla del prenoviciado, y me he derrumbado. No quería que nadie notara mi llanto. He tenido que contener. No sabía responderla. No tenía ni idea de quién era o, mejor dicho, de qué era. Llevo varios meses en esta Casa Madre. Compartiendo lo más bello de mi vida, que son los ratos de oración, el estudio teológico, mis hermanas (lo más preciado para mí, porque soy hija única y siempre había añorado tener hermanas), mis maestras, mi entorno teresiano, mis eucaristías diarias, mis ratos de soledad, mis paseos por la sierra de Gredos los domingos por la tarde, mis tareas en la cocina… Me siento enamorada de toda esta vida. Pero también soy consciente de lo que está comenzando a nacer dentro de mí. Un sentimiento nuevo, distinto, intenso, desconocido, pero absolutamente auténtico que me está desgarrando el alma. ¿Cómo puedo sentir eso? No es posible. No está permitido. No es santo. No es puro. ¿Qué soy yo? ¿Una enferma? ¿Una aberración de la naturaleza? (Notas de mi diario personal, Ávila, 1990).

Luché con todas mis fuerzas para aferrarme a Él. Mi roca, el lugar donde me ponía a salvo. Todos mis ratos libres me marchaba a la capilla. No quería ver a nadie, no quería verla a ella, ni cruzármela en los pasillos, ni coincidir en los estudios, ni verla cada mañana en el rezo de laudes. Pero era misión imposible. Ocho novicias en el mismo proceso de acompañamiento tienen muchas horas en comunidad. Así que mi angustia aumentaba, igual que mi agonía, mi falta de sueño, mi trastorno alimentario, mi desesperación. No podía hablar de esto con nadie. No me atrevía a decírselo a mis maestras. ¿Qué pensarían de mí? ¿Que era una depravada, una viciosa?

Pero el Señor siempre tiene una respuesta. Lo que sucede es que a veces, tenemos tanto ruido en nuestro interior que no le oímos. Y sí. Me contestó. Con tanta claridad y firmeza que hasta llegue a preocuparme. No lograba distinguir mi pensamiento de su Voz. Pero recordaba esas palabras de una de mis hermanas en alguna conversación trivial: «sabrás que es Él porque lo que te dice, te da toda la paz imaginable».

Jesús conocía perfectamente lo que había en mi corazón. Así escribía en mi diario entonces: 

Como el centro de ese castillo interior teresiano que tantas veces había oído. Ahí, dentro de mí, está Él. Lo siento conmigo. No puede ser que me ame tanto como yo siento que me ama, y yo sea una aberración para Él. Yo no he inventado ese amor, sencillamente lo he encontrado, lo he descubierto, lo he experimentado en mí como algo nuevo, lo he ofrecido en sacrificio al Señor cada día, porque no entiendo esta forma de amar y no es el mismo amor que siento hacia mis demás hermanas. Solo ella es la que distrae mi pensamiento. Pero se lo digo al Señor y Él me consuela una y otra vez de este infierno que no comprendo”

La Palabra de Dios cumple en nosotros la función de espejo. Nos ayuda a discernir y conocer de nosotros mismos qué hay en nuestro interior. Nos revela, nos pincha a veces, nos sana siempre, nos conduce. Nos permite ver desde ella lo que somos realmente.

Cierto es que Dios nos conoce. Pero nosotros tenemos que asumir la responsabilidad de conocernos a nosotros, de estar preparados para hacer frente a la vida misma. Solo haciendo frente a aquellos rasgos que forman parte de nosotros, conociéndolos y siendo conscientes de ellos, sabremos no solo quiénes somos, sino qué obra podremos iniciar, modificar o potenciar. ¿Cómo construir nuestro proyecto de vida? Quien se conoce a sí mismo, sabe que puede ser útil para Dios, para sí mismo y, consecuentemente, llega a ser útil para los demás.

Quien de veras se conoce a sí mismo puede cumplir con la ley del Cristo, que es la ley del Amor. Hacer a otro, lo que hace para sí mismo; amar a Dios sobre todas las cosas y a su prójimo de la misma forma que se ama a sí mismo. Mirar hacia dentro e iluminar nuestras sombras a la luz de Cristo.

¿En qué medida pude descubrir que el Señor me ama y que me está pidiendo una respuesta de amor?

Deseaba con todas mis fuerzas encontrar pasajes bíblicos que reflejaran mi identidad de mujer creyente que puede amar a otra mujer sin dejar de amar a Jesús. No sentía dentro de mí que ambos amores fueran incompatibles, pero sí me habían enseñado que lo eran. No encontraba en la Biblia nada de eso, sino todo lo contrario: pecado a los ojos de Dios. Pasaban días… semanas… Un día sí encontré otras revelaciones que me sirvieron de camino de salvación. Y entonces, en mi oración de aquel día:

Yo permití que nacieras en una familia cristiana. Te di desde niña la oportunidad de nutrirte en la espiritualidad teresiana que ha forjado tu vida y tu profesión; te permití que me conocieras íntimamente y te invité a construir un proyecto de vida conmigo. ¿No crees que a estas alturas ya te he demostrados con creces, cuanto te amo?

 

Las lágrimas volvieron a brotar sin que pudiera evitarlo, pero esta vez no había angustia, no había desconsuelo, no había temor. Esta tarde en la oración de vísperas, sentí un calor inmenso en mi pecho y una auténtica paz, porque Él me ama, mucho más de lo que yo puedo amar y entender como decía mi snta.

Entrar en mi castillo interior. Allí está Él. Encontrarme con Él y pedirle que me ayude a encontrarme, a conocerme. «Conocer-se» en lenguaje bíblico significa tener una experiencia concreta, cercana con alguien. Debía tener una experiencia de conocerme auténticamente a mí misma. ¡Qué cosa tan compleja! Si llevo 20 años viviendo conmigo misma, ¿cómo no me voy a conocer? Pero este concepto, aplicado a la relación entre Dios y el ser humano, es una íntima relación existencial y vital. Aunque ya lo había intuido en mis catorce años infantiles y juveniles en mi colegio teresiano, aprendo a reconocer ahora, durante este periodo de formación religiosa que Dios «me conoce» estrechamente y me hace partícipe de su amor incondicional. Eso que quería decir Él, adquiere toda claridad sobre lo que siente mi corazón. Conoce mi profundo sufrimiento por lo que siento y no comprendo, mi tremendo dolor por haberle defraudado como hija y como esposa que estaba a punto de ser. Y, sabiendo todo eso, un día en la oración me responde como a Moisés: «Has hallado gracia a mis ojos y te conozco por tu nombre» (Ex, 33,17).

Y otro día… «Y antes de formarte en el vientre de tu madre, te conocí; y antes de que salieras del seno, te consagré; como profeta de las gentes, te constituí» (Jer 1,5). Recordé inmediatamente esa foto antigua de mis padres en su boda celebrando un ritual que por entonces se solía hacer en el que ambos «consagraban a su primer hijo a Dios para que fuera sacerdote». Y yo, siendo mujer, estaba allí en un centro de formación religiosa para ser toda y para siempre del Señor. ¡Qué juegos más simpáticos tiene el destino! Y por fin pude conocerme. Era una mujer enamorada de Jesús, que deseaba ser esposa suya el resto de su vida, pero que en esta nueva etapa debía discernir antes un par de pasos previos…