ASOMBRO RPJ 564Descarga aquí el artículo en PDF
Juan Jesús Gutierro
Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado.
¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el ser humano, para mirar por él? (Salmo 8)
En un mundo expuesto a la sobreestimulación, donde cientos de imágenes se presentan ante nuestros ojos cada día, cada hora, cada minuto hasta apenas unos segundos antes de dormir… Cuando tenemos al alcance de nuestra mano toda la música desde las notas de una abadía gregoriana a Sebastián Yatra… Cuando accedemos a las grandes colecciones de los museos desde sus páginas web, en las cuales nos ofrecen recorridos virtuales por las grandes obras de Velázquez, Rembrandt, Caravaggio… Cuando basta poner en nuestro buscador, amanecer o atardecer y en 31 segundos aparecen millones de imágenes de cualquier punto del planeta, incluso cámaras que permiten observar una playa, una plaza, un pueblo, en ese momento, de cualquier rincón del mundo… En estos momentos en que la inteligencia artificial con sus chats nos presenta la información que le pidamos de manera inmediata, desplazando sin rubor el saber recogido en las enciclopedias por una cantidad ingente y de actualizada información… En estos momentos en que una pandemia, un volcán, una guerra en nuestras puertas, los populismos crecientes, etc. golpean cada día las noticias y abren las portadas de los periódicos digitales…
En este momento, ante todo esto, ¿dónde queda el asombro? Esa es la gran pregunta que tenemos que hacernos como pastoralistas. ¿Favorecemos acaso nosotros despertar la capacidad de asombro de nuestros jóvenes? ¿Les ayudamos a descubrir lo nuevo, lo original, lo auténtico, en este mundo fácil, en este mundo de pensamiento débil y cómodo?
Tenemos como reto pastoral abrir los ojos, los oídos, en definitiva, los sentidos a la belleza. Ese asombro ante la belleza es lo que puede conectar a nuestros jóvenes con lo trascendente, lo que va más allá de ellos mismos y sus pantallas, lo que trasciende a la mirada de los demás. Quizá no es nuestra misión ofrecer experiencias únicas, eso ya lo hace Booking, Airbnb, restaurantes, parques temáticos, cruceros, etc. Quizá nuestra misión, y a la vez nuestro reto, es ofrecer experiencias de sentido que anclen al joven en valores no fútiles borrados a golpe de clic, experiencias que interpelen, experiencias que aúnen cuidado y silencio.
Es en la cercanía, en el cariño, en el cuidado, en definitiva, en el encuentro con el otro, ante una mirada, ante una caricia, ante una sonrisa, ante una palabra o un abrazo, donde puede florecer esa bondad humana que siempre, siempre, despierta asombro. El asombro puede venir en nuestra pastoral al favorecer espacios de encuentro, espacios de diálogo sincero y de expresión, libre, de sensaciones, pensamientos, emociones, en un mundo donde la autoayuda va ganando terreno a la ayuda que viene del otro.
Y ofrecer experiencia de silencio, porque solo cuando callamos nuestros AirPods, solo cuando ponemos nuestros smartphones en modo avión, solo en ese momento en que apagamos las distracciones exteriores, tenemos y podemos ofrecer la posibilidad de escucharnos a nosotros mismos, a los demás y a Dios. En el silencio ante ese atardecer, ante esa canción, ante un libro; el silencio en una ruta, en una capilla, en una oración; es en ese silencio donde nuestros jóvenes pueden abrirse a lo trascendente. Tenemos el reto, y me atrevo a decir, el deber de ofrecer espacios de silencio, donde lo creado nos abra al asombro, pero no un asombro de expectativas o de emociones, sino un asombro ante el Creador, en el que repitamos con el salmista: ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?…
Tenemos, por tanto, el reto de educar en nuestros jóvenes la capacidad de asombrarse, de sorprenderse, de descubrir lo nuevo en cada aparente rutina, en cada acontecimiento hay algo nuevo, algo distinto, aunque solo sea la manera en que lo estoy viviendo. La vocación, la llamada que me interpela, solo puede nacer del asombro, de la contemplación con los ojos bien abiertos de la realidad que me rodea, con una actitud vital de sorpresa y de gratitud. He ahí las claves que a mi juicio pueden vertebrar esta necesidad pastoral de asombro. Como afirmaba Dostoievski al final de su libro El sueño de un hombre ridículo, «¡Ahora solo quería vivir y vivir! Alcé las manos y clamé por la Verdad eterna. No clamé, sino que lloré; el asombro, el incalculable asombro elevaba mi ser. ¡Sí! ¡Quería vivir y predicar!».