ARCOÍRIS
Mª Ángeles López Romero
A menudo se nos pasan desapercibidas las secciones de cartas al director o la directora en los medios de comunicación. Sin embargo, a mí me parecen un magnífico termómetro social. A base de pequeñas píldoras redactadas con espíritu colaborativo o afán de denuncia y llegadas de distintos rincones de la geografía, no solo nacional sino internacional, uno puede intuir cómo casa el periodismo con la realidad. Si se acerca o se distancia de ella. Si los artículos publicados han retratado la vida o la han esquematizado. Si los titulares ofrecidos por políticos, artistas o científicos son solo destellos de ingenio que iluminan brevemente a modo de fuegos artificiales, o señales de humo que anuncian de verdad dónde está el fuego.
Hace más de 20 años recibimos un día en la Revista 21 dos breves cartas que aún conservo en la memoria. Respondían a un par de artículos atrevidos para su tiempo, más aún si se tiene en cuenta que aparecieron publicados en la sección de debate de una revista que se autodeclaraba y pretendía ser cristiana. Aquellos artículos hablaban de la homosexualidad en el seno de la Iglesia, firmados, entre otros, por un religioso. Y provocaron de manera casi simultánea dos cartas muy parecidas. Una estaba escrita por un hombre joven. La otra por una madre ya entrada en años. Pero ambos respondían a aquellos artículos con un «gracias».
Aquellas cartas ya no obran en mi poder, pero recuerdo su esencia. La señora mayor había sufrido durante años por el dolor de saber que su hijo era homosexual y pensar que estaba en pecado, como le habían enseñado. El joven se declaraba homosexual y contaba el sufrimiento que suponía para él como creyente sentir que la Iglesia no le aceptaba como era.
Ambas misivas acumulaban años de angustia, de soledad y tristeza. Y unos artículos en la revista cristiana que recibían en casa desde hacía años, de repente, les abrieron una ventana de consuelo y les dieron paz, porque trataban la cuestión desde la tolerancia, la empatía, la misericordia, la comprensión. No había en ellos atisbo de condena o de expulsión.
No sé qué habrá sido de aquellas dos personas. Si habrán resistido en el seno de la Iglesia hasta escuchar de los labios de Francisco que Dios no hace distingos, que todos sus hijos le son igualmente queridos sea cual sea su condición sexual. Solo sé que basta muy poco para que personas como ellos (que son nosotros) se sientan acogidas, respetadas, valoradas. Se sientan una más de la comunidad, sin que importe a quién aman o a quién quisieran amar. Basta que miremos con los ojos del Evangelio y no con los del prejuicio o la condena moral. Basta con que nos pongamos cada día en el lugar de aquel chico o aquella madre.
Una de esas cartas estaba escrita con sumo cuidado sobre un delicado papel de seda y, mucho antes de que se hiciera presente en tantas calles y plazas como símbolo de reivindicación, aparecía acompañando al escrito el hermoso dibujo de un arcoíris como expresión de los deseos de su autor de un futuro mejor. Quizás ese futuro ya esté aquí, al menos a nivel social y legal. Y parece que esa es la tendencia en casi todos los países democráticos, a excepción de algunos casos involucionistas como el de Polonia. Qué grave error histórico y evangélico cometerá la Iglesia si no encuentra la manera de subirse al carro de la tolerancia y el respeto y hacerlos posibles también de puertas adentro de sus templos.
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Basta que miremos con los ojos del Evangelio y no con los del prejuicio o la condena moral.
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