COMUNICAR LA BELLEZA DE LA FE EN UN MUNDO DIGITAL Descarga aquí el artículo en PDF
Antonio Ricardo Alonso Amez
Todos conocemos una sintonía pegadiza, una canción popular, un anuncio viral, una película taquillera o una imagen atractiva que nos llama profundamente la atención hasta el punto de paralizar nuestros sentidos en pos de admirar la belleza que transmite o nos hace sentir. Estas sensaciones que producen diversos contenidos que nos rodean y que nos llegan adentro las encontramos frecuentemente en nuestro día a día en los medios de comunicación social, en las redes que visitamos o incluso en los paseos que damos por nuestros pueblos y cuidades. Nos evocan cosas bonitas y nos hacen sentir bien hasta el punto de que los usamos como sintonía del móvil, fondos de pantalla o como inspiración para tareas que realizaremos.
Pero ¿es esa belleza que encontramos en nuestra cotidianidad una belleza real que nos llega tan adentro hasta poder transformarnos paulatinamente? ¿Acaso esa belleza externa es tan importante como para poder llenar el espíritu? Y en todo esto ¿tiene cabida el mundo digital? Si lo comparásemos con una experiencia litúrgica o un extracto del Evangelio tal vez se pueda ver que el poder de transformación de ambos es sustancialmente distinto. Los segundos, sin lugar a duda, nos presentan una belleza más profunda y que alcanza parámetros de la persona que no se controlan fácilmente desde los sentidos o, no exclusivamente a través de ellos. Hay algo más.
Hemos de hacer un esfuerzo real para diferenciar entre lo atractivo, que nos entra por los sentidos y nos atrapa de forma poderosa y lo que es verdadero, aquello que nos llega más adentro hasta no poder explicar esa pasión por la belleza que nos embriaga y transforma. Y es que en el ámbito digital o tecnológico abundan contenidos de todo tipo que captan nuestra atención pero que son caducos, no perduran en el tiempo de forma significativa. Sin embargo, la belleza de la fe arraiga perennemente en nosotros por su carga de significado, por la impronta que deja en nuestro ser. He aquí la clave para comprender que lo bello no está en lo perceptible o en lo tangible, sino que requiere de ir más allá, de una trascendencia que redimensiona mi yo y lo hace más bello porque se pone en un contexto divino.
La belleza proviene de Dios y está en la Palabra: «Todo lo hizo hermoso en su momento» (Ecl 3,11). «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34,9). Y es desde la Palabra donde encontramos el punto de partida para que todo lo explicado anteriormente cobre sentido.
La liturgia, por ejemplo, plasma perfectamente el sentir y la belleza de la Palabra. Igual que en la tecnología todo está pensado para que la persona que la emplea tenga una buena experiencia de su uso (interfaz, colores, sonidos), en la liturgia los signos, las palabras, colores o gestos tienen un sentido para conducirnos al encuentro con Dios. El cuidado de cada detalle y la elección de todo lo que compone el mundo litúrgico impregna de belleza la experiencia del encuentro con Dios a través de Cristo. Y la repetición de todos estos gestos, palabras y celebraciones con sus correspondientes signos característicos y llenos de significado, nos ayuda a consolidar unos lazos de unión con lo trascendente que nos llenan de forma verdadera, nos llegan adentro de forma misteriosa. Bellamente misteriosa.
La tecnología puede permitirnos crear con belleza, hacer más bonitas las cosas que nos rodean e incluso transformar nuestros entornos merced a mejoras en el color, formato, interacción o efectos de todo tipo. Es una interfaz que, bien empleada y con un uso frecuente, logra resultados llamativos. Pero nada comparable a la belleza auténtica a la que antes aludíamos. La trascendencia no se logra con un conjunto de dispositivos ni es un programa central que lo canaliza todo. En la fe, lo nuclear es la Palabra de Dios, verdadero foco de iluminación de todo lo demás. Tal vez con esta comparativa puede comprenderse mejor esa distinción entre lo bonito o bello pero efímero y la belleza en su máximo esplendor.
Porque en tecnología todo lo que se crea o diseña, sea un objeto o una compleja aplicación, ya comunica incluso antes de ser empleado o puesto en práctica. Al igual que un templo bello o un cántico bien interpretado, junto a un gesto litúrgico profundo y cargado de significado nos hablan de Dios incluso careciendo de mención explícita a Él. Porque la belleza también se enseña sin palabras y lo esencial de la fe llega, toca, comunica y transforma.
Por tanto, hemos de evitar esa belleza superficial que nos llega a través de canales habituales que emplean la tecnología como soporte y que luego convertimos, a veces involuntariamente, en verdaderos cánones con los que medimos el resto de nuestro mundo. Porque la belleza no se queda en el adorno, como en la propia liturgia. Y hemos de aprovechar cualquier herramienta como apoyo no para dar un espectáculo o adornar nuestro entorno, sino como ayuda vital para comprender y vivir mejor. Incluso incorporándolas al ámbito pastoral o litúrgico, ¿por qué no?, y así hacer de nuestras canciones más melodiosas, las proyecciones de nuestras lecturas más comprensibles y aplicables al día a día, mostrar los símbolos con mayor claridad y llevan el Mensaje más lejos y a más personas.
Todo con una invitación al compromiso por parte de los usuarios de cuidar esta belleza de lo que celebramos y vivimos. Jóvenes, catequistas, comunidades, personas que emplean la tecnología hasta sin darse cuenta y que han de percibirla como una aliada y no como un enemigo. Algo que nos puede ayudar a construir puentes hacia Dios a través de una belleza real que es un medio para acercarnos a Él y llenarnos por dentro, pero jamás un fin en sí misma.







