ANSIEDAD, PEVAU Y COVID-19
José Gallego, orientador en el Colegio Calasancio Hispalense de Sevilla
josegallego@escolapiosemaus.org
Es un martes indefinido del mes de abril. El grupo de Bachillerato de letras entra en la sala de psicomotricidad para participar en una dinámica anual que ya me parece una tradición, una costumbre: «control de la ansiedad». Se nota una tensión difusa y mantenida que anuncia la inexorable llegada de la PEVAU, la antigua selectividad. Ya en el 2º trimestre suelen llegar noticias sobre ataques de pánico. Así que iniciamos un experimento.
En la primera parte de la sesión andan muy rápido por la amplia sala, prácticamente corriendo con la condición de tener que reaccionar ante el compañero con el que se cruzan. Registramos en la pizarra todo lo que se han dicho en esos encuentros que duran milisegundos y que resultan ser insultos, amenazas, pesimismos varios, collejas y gestos feos, aunque se hagan de forma divertida y con amigos.
En un segundo momento cambiamos la variable «velocidad». Ahora la condición es ir muy despacio. Al cruzarse, se escuchan esta vez cumplidos, cosas bonitas, se dicen incluso que se quieren, o se desean unos a otros aprobar los exámenes y que les vaya bien.
¿Qué ha pasado? Construyen una hipótesis y la analizan llegando a la conclusión de que la tensión constante en el cuerpo hace que sus mentes elaboren un producto pesimista, negativo. Sin embargo, la relajación del tono les ha hecho producir pensamientos más optimistas y positivos sobre su entorno. ¿A qué les lleva este experimento? Dicen que a entender que deben invertir algo de tiempo en actividades importantes que han dejado de lado para sobreocuparse del Gran Examen y que les aportan relajación, distensión y carga de pilas. Y que, como han visto en el experimento, les proporciona un momento al día en que generan pensamientos optimistas sobre lo que les viene encima. ¿Qué os impide blindar un momento al día para invertir en esta recarga de pilas? «La pandemia», dijeron.
Al ponerse el tema de la COVID-19 sobre la mesa comenzaron a emerger realidades. «Antes podía entrenar con normalidad y eso me quitaba mucho estrés», «ya no puedo ver apenas a mis amigas físicamente, casi todo el tiempo es por el móvil», «yo hacía más deporte antes, ahora los sitios están más restringidos y no es la misma experiencia», «ya no podemos salir como lo hacíamos antes, hay miedo y toque de queda»…
Esta ristra de quejas venía acompañada de una toma de conciencia. El abanico de actividades y estrategias antiestrés que tenían era muy poco diversa. A veces solo tenían una. Otras, la única que tenían implicaba a otras personas. Eran como el taburete que, al solo tener tres patas, cae si le quitas una.
A este descubrimiento se unían más desmotivaciones pandémicas. La ilusión de un nuevo mundo universitario con nuevas vivencias, personas, costumbres y dinámicas sociales idealizadas sobre la próxima etapa vital se desvanece al escuchar los testimonios de los que aterrizaron el año pasado en una facultad. Ya no hay facultad. Ya no hay esas idas y venidas con los compañeros y compañeras del aula a la cafetería para hablar de la vida, ni fiestas de la primavera, ni «juernes», ni reuniones en el patio para elaborar trabajos conjuntos. Se va esfumando esa idea abstracta que es la universidad en favor de la continuación del trabajo con pantalla mediante en la soledad de tu cuarto, y las visitas a la facultad son esporádicas e interrumpidas. Estrés y desmotivación. Mala combinación.
Es mala porque ese miedo inicial —y nos referimos al miedo como esa respuesta sana y adaptativa que te permite dar una respuesta ajustada para protegerte o reaccionar ante un cambio amenazante— parece desdibujarse lentamente para dejar paso a una apatía arriesgada. Arriesgada porque ceder a esa desmotivación justo ahora que deben optimizar su capacidad de organización y efectividad es peligroso para ellos. También aparece ese descuido típico del que ha perdido el miedo sano o lo ha olvidado, y aparecen conductas de riesgo o irresponsables respecto a las medidas para no contagiarse, en el recreo, la calle o cualquier sitio. Llega un momento en el que, para ellos, como para los adultos, el riesgo de las cosas se olvida.
Esta tendencia que se ve con frecuencia en jóvenes adultos y adolescentes parece afectar menos a edades infantiles, más tendentes a integrar la norma y mantenerla durante largos períodos de tiempo. Lo cual no implica que manifiesten ciertas dificultades surgidas en la era COVID-19, como los miedos específicos.
Con más frecuencia niños y niñas señalan algunas conductas de evitación y ansiedad. Debemos entender la ansiedad como la tendencia a anticipar algo que se teme y que se cree que con mucha probabilidad ocurrirá. Afortunadamente no siendo la norma general, en algunos casos hay chicos que no han querido salir de casa, han mostrado pánico ante una PCR o un confinamiento de la clase, o han necesitado un acompañamiento estrecho. Y esto último nos dice algo muy importante.
Este proceso en el alumnado —y no hay que olvidar que los adultos tienen vivencias muy parecidas por muy aparte que se consideren— no es más que un proceso de duelo. Y el duelo es la asimilación e integración de una ruptura, de una interrupción. Y en este caso la vida como era antes se ha interrumpido para ser de otra forma. Como ocurre en los demás procesos de duelo en la vida (muerte, separación, mudanza, maternidad/paternidad) necesita válvulas de escape para construir nuevos esquemas para la adaptación a lo nuevo.
¿Qué nos ayuda a abordarlo? La posibilidad y la capacidad para expresarlo es lo primero, y a través del lenguaje que nos sea más grato. Poder hablar de la frustración, de esa apatía o de esa rabia hace que el globo saque fuera parte del aire que podría hacerlo explotar. Los niños pequeños, más orientados a este tipo de actividades en las clases a través de lenguajes como el dibujo, la redacción, el movimiento o la construcción, han podido vaciar más frecuentemente ese globo de ansiedad; han reconvertido su miedo en acción, se han ocupado y no preocupado.
Sin embargo, los adolescentes y jóvenes, menos expuestos a esta variedad de registros y expresiones han encontrado menos salida a ese estrés. Pero también se han dado cuenta de que sus válvulas de escape deben ser más ricas y diversificadas. Salir por la noche con los amigos no puede ser la única pata de tu taburete. Debe ser una de ellas. Hay actividades físicas e intelectuales, solitarias y en compañía, cercanas y a distancia, superficiales y espirituales. El abanico es extenso, y quizá ahora más que nunca muchos jóvenes al mirar de cara esta apatía pandémica, comienzan a buscar sus propias estrategias para hacerlas más ricas, variadas y mestizas.
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