ANATOMÍA DE UN ACOMPAÑAMIENTO LA CIENCIA Y LA TÉCNICA TRAS LA AYUDA – Juan Bellido

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Jose acudió a mí porque un secreto inconfesable no dejaba de atormentarle. El peso de la culpa —esa emoción que se denomina secundaria o social— no le dejaba concentrarse en nada más.

La culpa aparece cuando lo que hacemos o sentimos que somos, es diferente a lo que queremos ser o hacer. Esa disonancia entre lo que desearíamos haber hecho y lo que hicimos es lo que provoca ese sentimiento de culpa.

La disonancia entre lo que desearíamos haber hecho y lo que hicimos es lo que provoca ese sentimiento de culpa

Jose tenía una carrera prometedora como futbolista. Con apenas 17 años ya estaba en la cantera de uno de los grandes equipos de fútbol de la ciudad. Desde que tiene uso de razón juega al fútbol. Ahora se encontraba mal, francamente mal. ¿Cómo había sido capaz de tirar por la borda su sueño? Y, más grave aún, el de sus padres. Su madre, limpiadora, y su padre, con trabajos ocasionales, se han dejado toda la vida el lomo para que él solo tuviera que centrarse en sus estudios y en el fútbol.

Hacía meses que casi no iba a entrenar, aunque volvía a casa con la ropa deportiva para no levantar sospechas ante su madre. Las pocas veces que fue al flamante club deportivo, fue expulsado por irrespetuoso y por sus constantes enfrentamientos con el entrenador y sus compañeros. Su risa floja parecía indicar que nada le importaba. Pero no era así.

Necesitaba comprender por qué ahora no todo estaba bajo control. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Qué podía hacer ahora que sus castillos de sueños se desmoronaban?

Había hablado con algunos amigos y amigas, y casi todos pretendían orientarle comenzando con la misma pregunta: «¿Qué vas a hacer?».

Si él lo supiera ya lo habría hecho, pensaba para sus adentros.

¿Qué hacer? Justo lo que se debería formular al final de un encuentro de acompañamiento, sus amigos se lo planteaban al comienzo. Y el callejón de las soluciones se le antojaba cerrado para él.

Jose acudió a mi porque su mente —la loca de la casa que le llamaba santa Teresa— no dejaba de atormentarle.

Nos conocíamos de la parroquia. Hacía tiempo que no lo veía por aquí. Se fue distanciando, cambiando de ambiente, desapareciendo. Y ahora volvía perdido, con la suavidad que da la timidez de quien sabe que se fue sin despedirse, como dejando en el aire el estar sin estar.

«Jose, ¡me alegro de verte!» le dije. La acogida es tan importante en los procesos de acompañamiento.

«¿Puedo hablar contigo?», respondió con un hilillo de voz, tan débil como su estado de ánimo.

Jose había sido expulsado de la cantera de fútbol. Sus padres aún no lo sabían. No sabía cómo se lo iba a decir. La relación con ellos era difícil desde hace ya tiempo. En el instituto tampoco iba bien. Igual el futuro de su carrera de Magisterio de Educación Física estaba peligrando. La chica que le gustaba lo dejó hace unos meses. Le daba vergüenza encontrarse con sus amigos del grupo de fe. Los que creía que eran sus nuevos amigos no lo eran tanto. Parece que ahora nada era igual.

«Te propongo dos reglas, para que hablemos, Jose: Una: todo lo que hablemos aquí será confidencial, íntimo y secreto. Confidencial, porque que yo no contaré nada de lo que me cuentes a nadie. Íntimo, porque tú eliges qué contarme. Y secreto, porque tú sí podrás contarlo a quien quieras, pero yo no. Dos: no juzgues ni te juzgues. A los humanos nos pasan cosas, muchas cosas. Analizaremos las circunstancias y qué hacer con ellas».

Estas son las reglas de la acogida incondicional.

«La vida de los jóvenes, como la de todos, está marcada también por heridas. Son las heridas de las derrotas de la propia historia, de los deseos frustrados, de las discriminaciones e injusticias sufridas, del no haberse sentido amados o reconocidos. Son heridas del cuerpo y de la mente»[1] recoge el Documento Final del Sínodo del 2018 sobre los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional.

Acoger a Jose, como acoger a cualquier joven, a cualquier persona, es aceptarlo tal cual es, con sus miserias y riquezas. El mismo Jesús cuando se pone al lado de la samaritana, se hace el encontradizo y de forma sencilla se pone a charlar con ella desde su terreno; la conversación parte de situaciones concretas y personales[2].

Acoger es acompasar el ritmo del cuerpo y las palabras para dar cabida una vez más al regreso del hijo pródigo. Lo importante del primer encuentro con Jose, no es por qué se alejó, sino lo que le ha llevado a volver.

¡Me alegro de verte! En vez de ¿Por qué no has estado?

Acoger es acompasar el ritmo del cuerpo y las palabras para dar cabida una vez más al regreso del hijo pródigo

Acoger a los jóvenes incondicionalmente es apartar el juicio crítico que conduce a la condena. Acoger es admitir que todos los humanos estamos llenos de contrariedades, de limitaciones y errores. Desde la acogida humilde ya acompañaremos para la mejora personal y espiritual.

Frases como «los jóvenes de hoy no son iguales (son peores)»; «los jóvenes de mis tiempos (éramos mejores)», «la juventud de hoy en día…» llevan a una catalogación que nos deja más tranquilos a los adultos pues nos exime de la responsabilidad de tener que responder con nuestra contribución al acompañamiento de los jóvenes. Con estos pensamientos nos bajamos del tren de la vida. De esta vida, de la que tenemos.

Los que dicen «en mis tiempos», merecen morir, pues parece que el presente ya no les pertenece. Tu tiempo, el tiempo de los jóvenes, mi tiempo, es ahora. La mente y sus mecanismos de defensa nos traicionan.

Y ahora era el tiempo de Jose. Volvió. Estaba aquí. Su malestar psicológico era tal que volvió a la fuente donde antaño se conectaba con su verdadero ser, con su interioridad.

«¿Cómo te sientes? ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo te sientes con lo sucedido?»

Empatizar con Jose es validar todo lo que siente y le emociona. Validar es acoger para darle significado. Ya vendrá el momento del cambio y la conversión. Jose ha contado acontecimientos y hechos. Empatizar es guiar la conversación para darle profundidad y sentido a lo vivido. Ponerle palabras a lo sentido. Siente culpa.

[1] Sínodo del 2018 sobre los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, 67.

 

[2] Jn 4, 1-42.

«Si esto te lo estuviera contando un amigo ¿qué le dirías?».

«Que lo deje», contestó Jose. El inconsciente habló. Jose desde hacía algún tiempo estaba consumiendo cánnabis. Todos los acontecimientos que había narrado estaban en la superficie: el malestar con sus padres, la chica que lo deja, su falta de profesionalidad en el fútbol, el cambio de amigos, el abandono de la parroquia.

Eso no era más que la parte del iceberg de la personalidad de Jose que se ve. Son los comportamientos. Pero Jose, y todos los jóvenes, son mucho más que eso.

Jose se sentía culpable. Lo había estado haciendo mal. Se había incluso planteado acudir al sacramento de la confesión, pero él no se perdonaba a sí mismo. Esa pestilente sensación de no estar haciendo lo que debía y siendo el que le gustaría ser, le estaba atormentando y castigando. Cuando una persona se siente culpable busca el castigo o el perdón. Si se ancla en el castigo continuará con su conducta autodestructiva que le hará ratificar que necesita el daño; si conecta con el amor y el perdón, será capaz de amarse y amar con humildad.

«Cristo, que ha aceptado pasar por la pasión y la muerte, se hace prójimo mediante su cruz de todos los jóvenes que sufren. Por otro lado, están las heridas morales, el peso de los propios errores, los sentimientos de culpa por haberse equivocado. Reconciliarse con las propias heridas es hoy más que nunca condición necesaria para una vida buena. La Iglesia está llamada a sostener a todos los jóvenes en sus pruebas y a promover acciones pastorales adecuadas»[1].

La autenticidad es el tercer ingrediente del método de acompañamiento, junto a la acogida incondicional y la empatía. La autenticidad supone admitir que en los procesos vitales también cabe el dolor, el sufrimiento, el error y la vulnerabilidad. Si no acogemos esta parte menos sana de los jóvenes en la Iglesia, estaremos blanqueando los sepulcros y promoviendo el postureo moral. La autenticidad supone poner nuestras experiencias y debilidades al servicio de los jóvenes a quienes acompañamos.

«En muchos países crecen, sobre todo entre los jóvenes, las formas de malestar psicológico, depresión, enfermedad mental y desórdenes alimentarios, vinculados a experiencias de infelicidad profunda o a la incapacidad de encontrar su lugar en la sociedad; por último, no hay que olvidar el trágico fenómeno de los suicidios. Los jóvenes que viven estas diversas condiciones de malestar y sus familias cuentan con el apoyo de las comunidades cristianas, aunque no siempre tienen los medios adecuados para acogerlos[2]».

Continué con el diálogo: «¿Cuál es tu responsabilidad en esta situación? ¿Qué estaba en tu mano haber hecho en el comienzo de esta situación? ¿Qué te reprochas no haber hecho? ¿Qué te hace sentir mal?».

Los silencios dieron lugar a la contemplación de la propia situación de Jose. Es importante no monopolizar la conversación. El foco debe estar puesto en el joven. Los silencios pasarán de ser incómodos a ser un instrumento más de paz y encuentro con uno mismo, que posteriormente se convertirá en meditación y oración. Acostumbrarse a los silencios es darle cabida a la contemplación.

«¿Qué recursos tienes o te hacen falta para afrontar tu decisión?».

Acostumbrarse a los silencios es darle cabida a la contemplación

En el enjambre de la mente de un joven, y de muchos adultos, se agolpan los sentimientos, emociones y pensamiento, por eso es bueno seguir un método.

El método CRA.

Primero apelar a la toma de conciencia sobre qué sucede, cómo se siente. Es un momento en el que las emociones cobran el protagonismo. Es importante no castrar la conversación con el juicio o «los deberías». No hay que precipitar el encuentro profundo.

El segundo paso es apelar a la responsabilidad en cuanto habilidad que tiene la persona para hacer frente a lo que le sucede. Si la persona percibe que no puede hacer nada, se sentirá indefenso ante los acontecimientos, y puede dar lugar a la desesperación. Invitar a la exploración de los propios recursos o de quién o qué puede ayudar es la estrategia. Aceptar la ayuda implica aceptar la propia vulnerabilidad, la finitud, la pequeñez. Por eso es importante ser cuidadoso: «nadie pide ayuda si no se siente acogido».

El tercer paso metodológico y último, es justo por el que empiezan las personas que quieren ayudar sin pensar: la acción. «¿Qué vas a hacer?». Es trazar un plan de acción. Definiendo metas concretas y claras.

Si Jose se hubiera planteado ser más responsable y mejor hijo, estaríamos ante un bonito objetivo y un torpe propósito.

La meta debe ser:

  • Medible: ¿Cómo mide ser más responsable y mejor hijo? Jose se planteó ir a clase cada día. Hablar con sus padres y contarles todo. Disculparse con ellos. Acudir al grupo de apoyo para toxicómanos de la parroquia para comprender y que valoren su nivel de adicción. Y entregar una carta al entrenador del club.
  • Específica: Haría un diario donde apuntaría sus tareas y clases del instituto. Fijó antes de irse cuándo hablaría con sus padres. Pidió cita en el grupo de apoyo. Y fijó una fecha para llevar la carta al entrenador.
  • Tangible: Toda meta debe poderse ver. Lo etéreo hay que concretarlo. Todas las acciones que se planteó podríamos comprobarlas la próxima vez que nos veamos.
  • Alcanzable: El protagonista del proceso ve viable los objetivos. Siempre hay que ajustar la dificultad de las metas para que sean alcanzables. Más valen diez pequeños pasos continuos a la meta, que una gran zancada desmotivada.

La Iglesia estamos llamados a ser mediadores del amor de Dios que acoge en los contextos de dificultad. La vivencia del amor de Dios cura el alma. ¿Si la escucha es buena, cuánto no lo será si está en clave de mediación?

La Iglesia estamos llamados a ser mediadores del amor de Dios que acoge en los contextos de dificultad

«Los jóvenes que viven en estas situaciones también tienen recursos valiosos que compartir con la comunidad y nos enseñan a afrontar el límite, ayudándonos a crecer en humanidad. Es inagotable la creatividad con la que la comunidad animada por la alegría del Evangelio puede llegar a ser una alternativa al malestar y a las situaciones de dificultad[3]», nos dice el Sínodo.

Si «los Jose» viven la acogida incondicional del amor de Dios, serán capaces de continuar el acompañamiento en cada presente, haciendo posible el milagro de la experiencia de que «la piedra que desecharon los arquitectos puede convertirse en piedra angular».

 

[1] Sínodo del 2018 sobre los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, 67.

 

[2] Sínodo del 2018 sobre los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, 43.

 

[3] Sínodo del 2018 sobre los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, 44.

 

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