Amor que se expande – Iñaki Otano

Santísima Trinidad (A)

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será condenado, el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.  (Jn 3,16-18)

Comentario:

El panadero emplea tres elementos distintos: la harina, la levadura y el agua. Son tres elementos distintos cuya unión hace posible el pan.

 Este es uno de los muchos ejemplos, imperfecto como todos ellos, que se emplean para tratar de acercarse al concepto de Dios uno y trino, “tres personas distintas y un solo Dios verdadero”.

          Como todos los ejemplos que se ponen conjugando el uno y el tres, se queda muy corto a la hora de explicar el significado de la Trinidad. Por de pronto, quiere decir que “el Dios único no es un Dios solitario y muerto, que Dios es más bien, en sí mismo, vida y amor” (W. Kasper). Compartir porque ama es sustancial a Dios.

          El texto evangélico de hoy pone de relieve que el amor de Dios no se reduce a la esfera divina interna sino que se hace entrega al ser humano. Y es que, como decía Goethe, “un corazón que ama a una persona no puede odiar a nadie”. Y el poeta inglés Rupert Brooke (1887-1915) asegura que “una vez que alguien ama, porque tal vez se le ha enseñado a amar, ama bien, quiero decir, ama a todos y todo. Lo conocido y todo lo que tiene vida”.

          Porque su amor trinitario no puede ser excluyente, Dios lo comparte con cada uno de los hombres y mujeres en el mundo. Por eso, según Teilhard de Chardin (1881-1955), “en nombre de nuestra fe tenemos el derecho y el deber de apasionarnos por las cosas de la tierra”. El Hijo no ha sido enviado al mundo  para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por él.

          El propio Teilhard de Chardin lamenta la embarazosa división interior que se da en algunos cristianos entre entrega a Dios y trabajo en el mundo. Piensan que el tiempo transcurrido en la oficina, en el estudio, en el campo o en la fábrica es algo que no tiene nada que  ver con Dios. Es importante la intención de realizar la acción para responder a lo que Dios quiere de mí; a eso me ayudará la oración que guíe mi deseo. Al mismo tiempo,  se necesita “alimentar uno con el otro, el amor de Dios y el sano amor al mundo”.

          Jesús, el Hijo enviado por el Padre, amó tan apasionadamente al mundo que entregó su vida por él. Del mismo modo, el cristiano tiene que apasionarse en la propia actividad cotidiana, con la convicción de que está colaborando así al cumplimento del mundo en Cristo. No puede haber separación entre culto y vida, sino que, como insiste Pablo, hay que hacer de toda la persona, en su integridad de ser y hacer, un culto agradable a Dios: “presentaos a vosotros mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios” (Rom 12,1). No en vano dice el Concilio Vaticano II que “aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios”.