Amigo aunque no comparta mi fe – Iñaki Otano

Iñaki Otano

En aquel tiempo muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: “Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso? Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban les dijo. “¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del Hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen”. Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: “Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede”.

Desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Simón Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”. (Jn 6, 61-70)

Reflexión:

Los cristianos nos encontramos a menudo desorientados. La sociedad en que vivimos y a veces nuestro propio entorno no admiten fácilmente la fe en Jesús. La consideran como una antigualla que hoy día es necesario superar.

          En el evangelio vemos que muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Como ellos, algunos de nosotros nos hemos visto tentados de dejarnos llevar por la corriente y de hacer lo que vemos que una mayoría hace: no tener en cuenta para nada a Jesús.

          Pero quizá también hemos experimentado el vacío que produce ese alejamiento. Pedro dice a Jesús: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos… De una forma u otra, esa puede ser nuestra reacción: aunque el ambiente no sea propicio, yo creo en ti. ¿Cómo llenar este vacío que se produce cuando prescindo de ti?

          El ser seguidor de Jesús supone procurar mantener firmemente los propios criterios frente a la incomprensión e incluso menosprecio. Pero eso no nos debe situar ante los demás como intransigentes y cerriles que se creen poseedores únicos y absolutos de la verdad. San Agustín decía, en el siglo IV-V, que “la Iglesia debe acostumbrarse a ver a sus adversarios como amigos que un día serán compañeros en el goce del Reino de Dios”.

          El Concilio Vaticano II reconoce que en la génesis del ateísmo “pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión” (G. S. 19).

Pablo VI, siendo todavía arzobispo de Milán, decía que a veces el alejado “ha juzgado la fe por nuestras personas, por nuestros defectos… Ha escuchado más reproches que invitaciones…”       

Naturalmente no se trata de echarse sobre el hombro la culpa del alejamiento de las personas que conviven con nosotros, sobre todo si nos exigen ser ángeles. Pero tenemos que aceptar la crítica a aspectos de nuestra religiosidad y de nuestra conducta que oscurecen nuestra fe. Al mismo tiempo, debemos ver con gusto las semillas de Dios que se encuentran en algunos de los que dicen no compartir nuestra fe. Sí podemos compartir valores que defienden, una vida generosa, rasgos conmovedores de humanidad.